Vidas en negro.


Manuel, en la boca del pozo número siete junto al resto de sus compañeros, esperaba en silencio la llegada del elevador que traería de vuelta al turno de noche y les bajaría a ellos a las profundidades; a la mina que cada día les robaban parte de sus vidas como pago por gozar del derecho a un plato de comida en la mesa.
Después de que salieran los ennegrecidos compañeros, les tocó descender hasta la galería catorce, la más profunda, abierta hacía poco más de un mes.
Como ocurría siempre cuando llegaban al fondo, les costaba adaptarse a aquel medio tan inhóspito: la oscuridad a la que tenían que ajustar la vista, el cambio de presión, el negro polvo del mineral en suspensión que no dejaba ver más allá de unos metros, la humedad del agua estancada que se filtraba por las paredes y les calaba hasta los huesos y el olor a nitrato de los explosivos. Apenas podían respirar y debían hacer un esfuerzo extra para adecuar sus pulmones a la nueva situación.
—¡Manuel! —le llamó el encargado cuando ya se iba al lugar donde tenía su puesto de picador.
Se acercó y esperó instrucciones, porque en la mina no se hablaba mucho. Así se evitaba tragar más mierda de la necesaria.
—Hoy te vas a la dieciséis, acaban de abrirla. Anoche los entibadores han puesto los palos y es segura. Puedes empezar en ella. Llévate a este pimpollo que es nuevo y que palee el carbón. No me fio de dejarlo con otros, que las novatadas de algunos son crueles.
El pimpollo era un chiquillo con cara de asustado. Un metro cuarenta, calculó Manuel que mediría.
—El niño no va a llegar a la vagoneta —fue su lacónica respuesta.
—Lo sé, esperaremos a que crezca un poco para eso —dijo el encargado, alborotándole el pelo al muchacho—. Tú ponlo a reunir el carbón con la espuerta y ya te enviaré a alguien más tarde para que lo cargue en la vagoneta.
—Tú mandas.
Manuel miró al pequeño y con un gesto le indicó que le siguiera. Caminaron en silencio recorriendo los oscuros túneles. El picador avanzaba a grandes zancadas, llevaba tanto tiempo dentro que se conocía el lugar como la palma de su mano. El muchacho tenía que correr para no quedarse atrás.
—¿De quién eres? —rompió Manuel el silencio.
Pensó que era su primer día y quizás el muchacho estuviera asustado.
—Me llamo Rafael y soy hijo de Tomás Sánchez, el barrenero.
—¿Cómo está tu padre?
—Él ya no trabaja porque escupe sangre y ya no se puede levantar de la cama. El  jefe estuvo a verle y le dijo a padre que yo podía bajar, que ya soy mayor para ganarme el sustento. Así podíamos pagar algunas deudas de los médicos.
—¡Seguro que sí!,  —gruñó Manuel— ¿Qué edad tienes?
—Diez, señor.
El picador masculló un improperio sobre la mala suerte de la gente pobre y dio gracias por no tener hijos varones. Su niña no acabaría como aquel pobre chaval.
Llegaron a la galería asignada y el picador  le ordenó que se mantuviera quieto en un rincón hasta que él le dijera cuando podía empezar a reunir el mineral.
—Acuérdate de lo que te digo. La tierra no perdona a quienes les roban. Un día pagaremos nuestras culpas, se revelará y será ella la que cabe nuestras tumbas —le dijo al muchacho. 
Cada jornada antes de clavar el pico en la roca se santiguaba y rezaba una oración, por si ese día le tocaba a él. Era el único alarde religioso que se permitía. Terminado el ritual, se dedicaba con ahínco a arrancar de la pared el carbón que aquella mala pécora encerraba en su interior y que se negaba a facilitarle. 
Manuel llevaba un rato trabajando cuando un ruido ensordecedor se escuchó en el túnel. Soltó el pico con rapidez y agarró de la mano al pequeño Rafael, corriendo con él  hacia la salida. No pudieron llegar y un montón de cascotes se les vino encima. Después la oscuridad total… 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un domingo diferente

Mi identidad

Cuento: Un Judío en el califato de Córdoba.