Muerte de Catalina Xuárez.


Llevaba diez días en Coyoacán y esa noche por fin, se celebraría la fiesta de presentación. Había llegado el momento en el que todos conocerían a Catalina Xuárez, Marquesa del Valle de Oaxaca y esposa de Hernán Cortés. Con ese nombre se habían cursado las invitaciones para lo más granado de la sociedad.

Había viajado desde Cuba hasta Méjico y en el barco, antes de arribar, había escuchado que Cortés tenía una amante con la que compartía casa, lecho y bastardo y a la que  le había atribuido el papel de esposa. Catalina esperaba acabar con la situación esa noche  del 31 de octubre de 1522.

El sol ya se había perdido por el horizonte cuando Catalina bajó al salón. Se encontraba ubicado en la parte posterior de la casa con ventanas que daban a un frondoso jardín. Grandes arbustos de dama de noche y jazmines perfumaban el ambiente y multitud de velas encendidas repartidas por el lugar daban una acogedora bienvenida a los invitados. En el centro de aquella suntuosa pieza, artesonada y solada en nogal, una enorme mesa cubierta con lino blanco aparecía repleta de fuentes: asados de carnes variadas, verduras frescas, tamales rellenos, tortillas de maíz, frijoles, frutas,… Además, para la ocasión había dispuesto que se sirvieran unos excelentes caldos traídos desde Castilla que seguro apreciarían sus comensales, ya que eran escasos en aquel recóndito lugar. Se dio una vuelta y observó con ojos críticos que todo estuviese perfecto.


Catalina, dispuesta a conquistar Méjico a su manera,  se había engalanado con un vestido encorsetado de brocado azul que estilizaba su figura, muy de moda en las cortes europeas, pero poco práctico en estas zonas de clima tropical. Su pelo negro, trenzado con zafiros, caía sobre la espalda y un collar de perlas adornaba el escote. Después de comprobar que todo estuviera a su gusto,  salió al jardín y sentada en un banco dejó que su mente la llevara hasta Cuba, cinco años atrás, cuando conoció a Cortés. Una sonrisa irónica afeó su rostro al recordar como había conseguido a su marido.



Allá en la lejana Cuba, Catalina, venida de tierras extremeñas, fue presentada a Hernán Cortés, un hombre mujeriego y zafio pero con un gran patrimonio, cualidad que perdonaba cualquier defecto del que adoleciese aquel truhán.

Siempre supo manejar a los hombres y logró hallar el modo de que Cortés notara su presencia en cada evento al que asistía. Jugó con él a mujer recatada pero de mirada felina cargada de promesas y pronto lo tuvo pidiendo su mano en matrimonio.

Una maldita puerta abierta permitió que una conversación entre Catalina y su hermano Juan, en la que ella dejaba claro que solo le interesaba el dinero, fuese escuchada por Cortés. El muy iluso pensó que podría romper su compromiso.

—Las promesas rotas se pagan. Señor, o me desposáis o preparad vuestro viaje a prisión y allí os pudriréis  hasta que cambiéis de pensamiento y accedáis a la boda —le amenazó Catalina.

El gobernador Diego Velázquez, ante la negativa de Cortés a desposarse y la presión de la familia Xuárez, lo encerró en prisión. Solo, su afán de conquistador le sacó de ella dispuesto a contraer nupcias. Se había enterado de la nueva aventura que se estaba preparando para la ocupación definitiva de México y él quería estar allí.

La joven consiguió su propósito pero perdió un esposo en el camino. Unos días después de la boda, que no se consumó, Cortés se embarcó hacía su nueva conquista  y juró le juró que en cuanto saliese del puerto la olvidaría.

—Te aseguro que eso jamás será posible y que algún día sabrás de mí —le prometió antes de que el barco zarpara.

En la soledad del jardín recordó sus palabras. ¡Aquí estoy, Cortés, yo siempre cumplo mis promesas!, le dijo a la clara y blanca luna que la miraba desde lo alto.

Oyó las voces de su esposo y algunos invitados. Esperó a que la mayoría hubiese llegado e hizo su gran entrada, siendo presentada a toda la sociedad de Coyoacán.

Durante la cena, a Catalina  le estaba costando manejar a los sirvientes, que no acataban sus ordenes  a menos que fuesen confirmadas por el capitán de la guardia, y enfadada se dirigió a él.

—Capitán Solís, los indios no obedecen si vos no dais vuestro consentimiento. Debe advertirles que a partir de ahora yo me encargaré de lo que es mío y ya no hará falta vuestra presencia en la casa—dijo mirando a Cortés, sentado a la cabecera de la mesa, esperando una confirmación a sus palabras.

Antes que el interpelado pudiese contestar, Cortés medió en la disputa.

—¿A qué os referís, señora? Vos no tenéis nada aquí y lo único que es de vos, vuestra persona, no me interesa.

Catalina, indignada se levantó y se marchó a sus habitaciones. El marqués fue tras ella. Quiso disculparse por la brusquedad de sus palabras delante de los invitados, pero la actitud que encontró en su mujer  no ayudó  a calmarle.

—¡Jamás perdonaré la ofensa que me habéis infligido delante de mis invitados!

—¡Bien, pues marchad de vuelta a Cuba o al infierno, que me es igual!

—¡No lo creáis, señor! No pienso moverme de vuestro lado. Además, sabed que echaré de aquí a esa ramera con la que yacéis y a su bastardo.

—¡Callad arpía, ella es mil veces mejor que vos!

Sin pensarlo apretó la garganta de Catalina hasta que yació inerte entre sus manos. El collar, clavado en el cuello, dejó hematomas en su piel blanca y acabó rompiéndose, regando el suelo de perlas.

Hernán mintió sobre la causa de la muerte, jurando que ya venía enferma de Cuba y que nada habría podido evitar el trance. Dio orden de clavar el ataúd y que enterrasen a su esposa a la mañana siguiente sin ningún tipo de boato ni ceremonia.

Los rumores sobre la muerte de Catalina a manos de su marido se extendieron, pero hasta mucho tiempo después, en España, no se acusó a Cortés de este hecho, aunque hubo testimonios que lo corroboraron en Coyoacán, después se desdijeron en el juicio y nunca fue condenado.

Historia o leyenda; tal vez nunca se sepa.



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