Al pie de la letra.





En un lugar, dejado de la mano de Dios y a expensas de la naturaleza, vivía una pequeña tribu sin reglas escritas o impuestas. A pesar de eso, la vida de sus apacibles moradores era de lo más tranquila. Para ellos también existían los siete pecados capitales pero, a fuerza de no conocerlos, los cumplían todos. La mesura y el buen juicio estaban instalados en sus vidas y en sus corazones.
Un día aparecieron por allí  un par de tipos venidos, según dijeron, de la civilización y trajeron reglas, muchas y para todos los gustos. Los moradores de aquella tribu tuvieron que aprender a vivir según todos los preceptos que les iban dando.  Todas empezaban con: No hagas, no digas, no cojas, Prohibido esto, prohibido aquello…
Una mañana de invierno después de un par de semanas de frío intenso en el que los pobladores no habían podido salir de caza, un olor suculento despertó al anciano jefe de la tribu.
—Por fin ha habido suerte y tenemos comida. Llamad a los visitantes y que se unan a nosotros —dijo a los reunidos ante el fuego y con los jugos gástricos dando un concierto.
—Ya están aquí. Partes de ellos están dentro —contestó un sonriente guerrero señalando la parrilla.
—¡Has desobedecido la norma: no se puede matar! Ahora, deberías recibir un castigo severo.
—Sí, pero el otro día me dijeron que habían venido a alimentar al hambriento, y yo tenía hambre.
—¡Ah!, entonces sí las has cumplido. Probemos esa carne.

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