Halloween: Reivindicando a los malos.
Cenicienta
era una joven de 15 años, huérfana de madre desde lo seis y desde entonces, había estado a cargo de Manuela, la asistenta. El padre de la niña, cansado de la soledad y la pena que
le embargaba cuando llegaba su casa,
permanecía en el trabajo más horas de las necesarias y para compensar sus ausencias compraba el cariño de su hija a base de regalos, La niña tenía todo aquello que deseaba, incluso antes de pedirlo. Esas circunstancias
moldearon su carácter y con el
tiempo se había convertido en una cría engreída, indomable y malcriada.
Su
comportamiento, cuando su padre estaba presente era amable, pero dejaba de serlo
en cuanto desaparecía por la puerta. No era muy querida por nadie, ni siquiera por sus compañeros de
instituto, Solo los más gamberros eran del gusto de Cenicienta. Además, llevaba tiempo que casi no se presentaba en clase y las
notas que el profesor le daba para su padre, solían desaparecer en el cubo de
la basura antes de que las viera. Fumaba como un carretero y no se regía por ningún horario. Cuando salía, volvía tarde y ebria. Más de una vez, habían llamado a casa desde Urgencias para
que fuesen a recogerla a un hospital, después de un lavado de estómago por coma
etílico. Ella se refugiaba en la lástima
para que su padre no pusiera coto a sus desmanes y él se sentía incapaz de castigar a su hija.
Algunos
sábados, para despejarse, el padre solía ir a una discoteca para gente de su
edad, separados y solteros en busca de compañía.
Teresa era una mujer divorciada con dos hijas, una trabajadora incansable desde
que su ex se marchó, dejándola a cargo de una hipoteca y de las dos pequeñas: Carmen y María del Mar. Ambas eran unas muchachas muy educadas que además de ir a la facultad,
ayudaban a su madre, trabajando después de clase.
Pedro y
Teresa se conocieron y entablaron amistad. Poco a poco se enamoraron y pasado un año, decidieron
vivir juntos en la casa de Pedro que era más grande. Las hijas de Teresa
aplaudieron la medida, ya que habían tomado cariño al novio de su madre. Sin
embargo, a la malcriada Cenicienta no le gustó la nueva situación e intentaba
por todos los medios sabotear la relación de su padre y Teresa, una y otra vez.

Sus hermanastras intentaron ayudarla, pero ella se negó en rotundo.
Llegaron
las vacaciones de Navidad. Había anunciada para Nochevieja una macro fiesta a las que iban a asistir las chicas, hasta
que Cenicienta se presentó con cinco suspensos y diez faltas a clase no justificas.
Teresa y Pedro fueron rotundos y decidieron que la joven no saldría el fin de
año.
Cenicienta esperaba que su padre se ablandara como en otras ocasiones, pero ese día, después de las uvas, con la nueva negativa de levantarle el castigo, se fue llorando a la cama. Teresa y Pedro habían quedado para celebrar la fiesta en casa de unos amigos y ambas hermanas fueron recogidas por sus respectivos novios. Cenicienta se quedó sola. Cuando todos se marcharon, llamó por teléfono a Patricia, una amiga. Esta le trajo un vestido plateado y unas sandalias de pedrería de tacón alto que había comprado, quitándole el dinero a su padre y que había escondido en la casa de su amiga. Después de arreglarse y coger el móvil que le habían confiscado se marchó a un macro botellón en la plaza de España.
Allí,
conoció a Roberto, jefe de una banda de Latin
kings. Estuvieron bebiendo y metiéndose mano, hasta que alguien dijo que iban a dar las cinco. Sin mediar palabra, se fue corriendo y se metió en un taxi que pasaba en esos momentos. Al subir al coche,
con el colocón que llevaba, no se percató que se le había caído el móvil
de la cartera. Roberto lo recogió y decidió
que al día siguiente la llamaría para quedar.
Cuando Cenicienta
llegó, aún no habían vuelto sus padres, se colocó el pijama y se metió en la cama.
A la
mañana siguiente, todos estaban pesarosos por haberla dejado sin fiesta y los
remordimientos eran palpables. Ella, con mala cara por la resaca, disfrutaba
viendo lo mal que aquellas arpías se sentían por lo que le habían hecho.
Incluso, aceptó que la afligida Teresa le pidiera perdón.
Aún
estaban comiendo, cuando sonó el teléfono. Fue el padre de Cenicienta el que cogió la llamada.
Roberto quería invitarla a salir y devolverle el móvil perdido. Cenicienta palideció cuando vio la mirada fría de su padre. Sin embargo, se repuso rápido y lejos de estar arrepentida, se levantó de la
mesa dispuesta a marcharse de juerga. Su padre tuvo que
enfrentarse a ella y después de una gordísima discusión, la mandó a su cuarto,
en el que ella se encerró dando un portazo.
Como situaciones
de este calibre se venía repitiendo con asiduidad,
sus progenitores, después de hablarlo, tomaron una decisión que pensaron que sería la mejor
para ella.
Hablaron con una tía del padre de Cenicienta, que además era la madrina de la niña. Sor Josefa, que así se llamaba, era la madre superiora de un internado para jóvenes problemáticas. Allí, la protagonista de esta historia pasó unos cuantos
años. Estudió secretariado y cuando salió parecía haber madurado. Sin embargo, sor Josefa les advirtió a sus padres que anduvieran con ojo, nunca se sabía que podía
poner en el disparadero el mal carácter de Cenicienta.
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