Solo uno.



La opresión que siento en el pecho me obliga a aspirar el aire a bocanadas. Los ojos, fijos en el papel que tengo delante, me lloran por el empeño con que lo miro. El oído vuelto hacia el lugar por donde debe venir el sonido, intentando captarlo por encima de murmullos inquietos, asientos que crujen o hielos dando volteretas dentro de  vasos de cristal. Por unos instantes, me convierto en supersticiosa y mis manos juegan nerviosas con un llavero que algún día me ha traído suerte. Mis pies aporrean el suelo, siguiendo el ritmo de las manos.
—El treinta —oigo por fin.
—¡Bingo!
Rompo el cartón con furia. Solo me quedaba un número: el veintinueve. La abuela se ha vuelto a llevar los dos euros del bote.



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