El encuentro
Aquel domingo de primeros de mayo decidí salir de Madrid.
Después de meses encerrado sin otro aliciente que el trabajo, necesitaba
airearme. Así que me subí al coche y puse rumbo a la sierra de Guadarrama, era
un lugar idóneo para la practicar del senderismo y en la zona había buenos restaurantes en los que poder hincar el diente
a algún plato sustancioso, una vez acabado el paseo.
La mañana la pasé de caminata por senderos tapizados de
hierba fresca que serpenteaban entre
bosques. No había mucha gente y me permití pensar en mi vida, últimamente
volcada en el trabajo y con pocas diversiones; de momento, no había ninguna
chica que bebiera los vientos por mí.
Ya venía de vuelta, cuando al lado de la carretera vi un
camino rural que indicaba la dirección de un restaurante y decidí probar. Cuando
llegué, me tropecé con una pradera rodeada de árboles. En medio, una cabaña de
madera ostentaba el rótulo de: “el
Bosque”. Hubiera pensado que estaba en la película de Heidi, a no ser por el aparcamiento
repleto de coches de alta gama. Reflexioné
si debía o no entrar. Tenía pinta de muy caro pero pensé que con lo poco que salía a divertirme, podía
permitirme hacer un dispendio y regalarme una buena comida. El único problema que podría surgir más tarde,
sería que mi estómago se volviera loco
ante unos platos de “masterchef” y después rehusara los precocinados a los que
lo tenía acostumbrado. Al final me dije que la aventura es la aventura, revisé
mi cartera para comprobar que tenía la mastercard
y entré.
Un maître, salido de Sonrisas y Lágrimas, me miró sin
atreverse a etiquetarme —los ricos no siempre van vestidos de Versace—, así que imagino que para no
equivocarse, me atendió con solicitud.
—Buenas tardes, caballero. ¿Cuántos van a ser?
—Solo el que tiene delante —le respondí
Me guió a través de un comedor repleto y me ubicó en el
último rincón del salón. Tomé asiento y esperé el servicio. Fisgoneé a mi
alrededor y me detuve en la pareja que tenía en la mesa de al lado. Ambos estaban
sentados de manera que me quedaban a derecha e izquierda.
Les observé sin rubor, a fin de cuenta soy psicólogo y la
fauna humana tiene un encanto especial para mí.
La mujer me resulto familiar. Normalmente no olvido una cara y aquella
creía haberla visto antes. Eso añadió un ingrediente más, a mí ya curiosidad
profesional. Debía tener mi edad, unos
treinta y pocos. Llevaba un vestido estampado de manga corta y un escote justo
para insinuar sin mostrar. Una coleta
morena, de la que se habían escapado
algunos mechones, y unas gafas de concha
tras las que se ocultaban unos enormes —tal vez por las dioptrías —ojos
oscuros. Las gafas no me sonaban, pero esos ojos sí que habían estado a un palmo de los míos;
estaba seguro.
El acompañante —a simple vista no había datos para saber qué
relación tenían— podría haber sido el anuncio ambulante de una clínica dental. Como
siguiera sonriendo, tendría que sacar las gafas de sol ante tal deslumbrante blancura.
Aparte de eso, me pareció demasiado elegante y algo manido: corbata, camisa,
traje oscuro, nada acorde para el lugar y el día. Mientras yo atacaba los colines de diseño, lo escuché llorarle a su compañera de mesa sobre su reciente divorcio, del desamparo
que sentía por estar solo y del miedo que le daba comenzar una nueva relación.
¡Paparruchas, el tío quería ligársela!, y por cierto, lo hacía muy mal.
—Marta, cariño. De verdad, eres estupenda. Si tú quisieras
podríamos comenzar una amistad algo más... íntima —dijo el sujeto.
—¡No! —fue la lacónica respuesta de la chica.
En aquel preciso instante, cuando vi la mirada que le
dirigió, supe quién era ella: Marta Rodríguez Urbano, alias “la intratable”. Compañera de facultad,
pedigüeña de apunte y la universitaria que había dado más calabazas al sexo opuesto
que el profesor de Neurociencia de la conducta de tercero, que aquel año nos dejó a todos para
septiembre. Mira por dónde había
encontrado a la mujer que unos ocho años atrás me había roto el corazón con
solo una palabra: “No”. Esa había sido su respuesta a: ¿quieres tomar un café conmigo?, cuando le dejé mis apuntes de Psicología del desarrollo. Jamás volví a preguntárselo.
Ahora, el interés por aquella mesa había crecido de manera
exponencial. Así que después de dar un sorbo a la copa de Elsenham, que me
habían escanciado, —ya podrá limpiarme bien el riñón, porque costaba la botella once euros y solo era
agua— y de pedir un plato de ibéricos, seguí cotilleando sin pudor.
Una despampanante rubia entró en el restaurante. El vestido
ajustado y con un escote que ocultaba poco, el brillo deslumbrante de las
joyas, junto al sonido de sus tacones sobre el piso hueco, consiguieron que
todos los presentes, incluido yo, nos volviéramos hacia ella con admiración. El
ligón de Marta se levantó nada más verla y la rubia saludó con la mano y se
acercó a la mesa.
—¡Sandra estás estupenda! Chica, no sé cómo lo haces para
seguir igual de joven que la última vez que te vi y de eso han pasado siglos—le
comentó el muchacho a la recién llegada.
Se tomó su tiempo para besarla en las mejillas. Casi podría jurar
que le había mordido uno de los
pendientes para ver si eran diamantes auténticos.
¾ Pedro,
es cierto, desde el insti no sabía nada de ti y me puse muy contenta cuando Marta me
llamó para comentarme que te había localizado. Le propuse esta comida de
compañeros. —Se volvió hacia la intratable y puso morritos, lanzándole
un beso aéreo— ¡Te veo bien, nena!
Aquello se estaba
convirtiendo en una reunión de ex. De momento, no se habían percatado de mi interés
en el asunto y seguí comiendo atento a lo que acontecía.
¾Si,
estoy bien. ¿Qué os parece si os acomodáis de una vez? —esa voz de Martita, una vez me volvió loco.
La rubia, Sandra se llamaba, dejo que el camarero le retirara la silla y
tomo asiento entre ambos, quedando frente a mí. Creo que me miró, valoró y
decidió que no valía la pena.
Vi que Pedro, había perdido el interés por Marta y no apartaba los ojos de la recién llegada,
pasando, alternativamente, del escote a los diamantes que pendían de sus
lóbulos. Me daba que la enjoyada y apretada rubia iba a ser su siguiente
objetivo. No tendría que esperar mucho para ver si me equivocaba.
¾Sandra, no sabes cómo
me alegré cuando me tropecé con Marta en aquel hotel de Barcelona y decidimos concertar
esta reunión. Hace un momento le comentaba que estaba deseando verte, ¿verdad? ¾comentó sin apartar la vista de los pechos de la
rubia.
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Pintura de Edwar Hopper |
«Dile que es mentira, Marta, ¿o has perdido la mala leche que te
caracterizaba?», casi era
un ruego y estuve a punto de poner mi pensamiento en alto, viendo que Marta no
respondía. Se removió en la silla, la oí lanzar un suspiro o más bien un bufido, cogió la copa y se escondió detrás de
la carta tamaño folio. Cuando la devolvió a la mesa el vino había desaparecido.
¾Vamos a pedir la
comida, y otro día os dedicáis a la prehistoria. Yo tengo que volver pronto a Madrid. Pedro, me dijiste que no me
trajera el coche, así que tendrás que llevarme.
A pesar de que no la veía, detecté cierta ironía en el tono. Miró a ambos por encima de la lista de platos;
se dio cuenta de que ni siquiera la escuchaban.
¾ Fijaos en
los pendientes que le saqué a Arturo el otro día¾ dijo la
rubia tocando suavemente uno de los diamantes¾. Pedro,
Arturo es mi marido. Me costó muchísimo convencer a su abogado que le dejara
comprármelos, pero ya sabe que cuando se me antoja algo, lo consigo.
La sonrisa y la bajada de ojos que ofreció al petimetre, podría
haber hecho del calentamiento global una simple calentura. Aquella gata, tenía
ganas de maullarle a la luna o al tal Pedro. No sé por qué, pero me dio pena el
chaval.
Mi silenciosa ex compañera desvió la mirada de uno a otro
entre sorbos de vino. Tendría que ser un mal psicólogo para no saber que
aquello no le estaba gustando nada. Los
otros seguían a su rollo entre piropos melosos y sobeteos casuales. Ninguno parecía percatarse de la presencia de la
convidada de piedra que les observaba. La cara de la criatura era un poema.
El camarero me trajo el segundo plato: arroz negro. Di un
mordisco a un panecillo untado con mantequilla y tomé un sorbo de agua. Estudié
a la rubia, intentando averiguar qué tipo de mujer era. Treinta y algunos, con
aspecto de barby rica que le gustaba ser el foco de atención de todas miradas. Las
clínicas de cirugía y los diseñadores de
moda llevarían años haciendo el agosto con ella, convirtiéndola en una mujer
sofisticada y elegante. Lo que el bisturí y los vestidos no conseguían cambiar eran
sus maneras: por la conversación que mantenía con el galán supe que las joyas
eran su pasión, se mostraba desdeñosa con su marido, hablando mal de él, —supongo
que un bobo rico que le pagaba todos los caprichos y no que recibiría nada más
que migajas de aquella vampiresa—, y en el centro de la conversación siempre
estaba el yo, yo, yo…
El camarero le rellenó la copa a Marta y tomo un sorbo. Con voz tranquila aunque su manera de sentarse tiesa en la silla lo
desmentía, cortó los arrumacos de los otros dos.
—Brindo por ambos. Sandra, solo das un paso cuando te conviene, y por lo
que veo, a Pedro lo has colocado en el punto de mira, pues sí, como ya te dije,
el joven aquí presente tiene pasta. ¡Pobre Arturo!, no sabe que poco le queda
de rey consorte. Conociéndote, si lo está exprimiendo como a un limón, significa
que el fin está cerca y ya veo que ha empezado con los pendientes de diamantes y
las dos tallas más de sujetador que te noté en cuanto cruzaste la puerta.
Estaba alucinando. ¡No había cambiado nada!, seguía llamando
a las cosas por su nombre. Me dio pena la rubia que se había quedado sin saber
que decir. El hombre iba a intervenir cuando le corto otra vez Marta.
—No he terminado el brindis, ahora te toca a ti. Desde
luego, me he llevado una buena sorpresa contigo,
Pedro, no me recuerdas para nada al
muchacho con el que compartí pupitre en el instituto, pero me da, que también
te has hecho una recomposición
integral: ni una arruga, ni un solo pelo fuera de lugar; creo que tienes más
que cuando venías a clase.
Marta cogió su cartera, apuró la copa y se levantó de la
mesa.
—Me largo, aunque sea, prefiero hacer autostop que quedarme
aquí.
Salió presurosa del restaurante y yo corrí detrás.
—¿Eres Marta Rodríguez y estudiaste en la Facultad de
Psicología de la complutense?
Se volvió y me miró largamente. Tenía la esperanza de que me
reconociera.
—Vaya, vaya,…que pequeño es el mundo. Eres Francisco…no
recuerdo el apellido. El que me dejaba los apuntes. —Asentí halagado y esperanzado—. Te recordaba
tartamudo y con mucho acné. Has cambiado.
—Tú me hacías tartamudear y la edad curó el resto. Estaba en
la mesa de al lado —dije señalando la ventana—no pude evitar oíros. Si no
tienes a nadie que te lleve, puedo hacerlo yo. Deja que pague y enseguida estoy
contigo.
—Acepto. No creo que sea peor que eso. —Señaló a los
tortolitos que se veían a través del cristal de una de las ventanas—. ¡Mírales! Son tal para cual. Ella busca un sustituto rico para cuando su
marido pida el divorcio y él busca…ni siquiera sé que busca. Es probable que ya
haya encontrado lo que no buscaba.
Pensé que no me importaría que la intratable Marta, un día
me encontrase a mí.
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