Robos en el pueblo.
—¿Dónde estará mi alianza? —se preguntaba doña Claudia.
Estaba segura de que la había dejado encima de la cómoda la
noche anterior. Últimamente estaba
perdiendo la cabeza, se dijo dando vueltas por la habitación.
Sentada en la cama con el joyero en el regazo contabilizó las cosas que le faltaban
en los últimos tiempos: una pulsera de
oro, heredada de su madre, que se había puesto un par de semanas antes y que no
recordaba haber guardado. También echaba de menos una medalla de oro de la Ntra.
Sra. de Fátima que le había regalado una sobrina. Recordó habérsela puesto para
asistir a la novena de la Virgen. Un par de anillos, el de la piedra Alejandrita
—muy cara—, regalo de su difunto marido en la pedida de mano, el anillo con la turquesa, y ahora la alianza.
Dejó el joyero apoyado en el colchón y con un enorme
esfuerzo retiro la cómoda, comprobando que detrás no había nada, no se habían
caído. Esta operación ya la había repetido, por lo menos, un par de veces en
los últimos tiempos al darse cuenta de las otras desapariciones: como cuando se
perdió el broche de circonita. Era una baratija de bisutería. Posiblemente, el
ladrón se lo habría llevado creyendo que el valor era mayor. Cayó en la cuenta de que había cambiado su percepción de lo
ocurrido: de pérdida había pasado a robo.
Volvió a colocar todo en su sitio mientras pensaba quien
podría estar detrás de los hurtos. Solo se le ocurría una persona: Manuela, la
chica que le venía a limpiar. Sabía que
estaba pasando por dificultades económicas. Su marido no tenía trabajo, los
niños necesitarían ropa y material
escolar y ella era la que mantenía su casa.
—Desde luego con lo que le pago no tiene ni para empezar. Podía habérmelo pedido y yo la hubiera ayudado.
¡Qué poca consideración tiene ya el servicio! Ahora se va a enterar.
Sin pensarlo dos veces agarró el teléfono y llamó a Mariano,
el único agente de la policía local de la localidad, y además su sobrino.
Mariano apareció enseguida. Vivían en un pueblo pequeño y su
tía no pedía, ordenaba; por algo era la que tenía el dinero de la familia y del
que pensaba agarrar un buen pellizco
cuando ella faltara.
—Sobrino, alguien se ha estado llevando algunas de mis
joyas. No he visto quien ha podido ser, pero no hay duda de que aquí no entra
nadie más que Manuela.
—No te preocupes, tía. Yo doy parte a la guardia civil para
que la detengan y registren su casa.
Dos horas más tarde la guardia civil detuvo a Manuela, que
entre lágrimas negaba los hechos.
Mientras, un equipo de huellas entraba en el dormitorio de la tía de
Mariano, la señora Claudia, para tomar muestras. Uno de los guardias se asomó a
la ventana pensando en que tal vez, si no había sido Manuela, alguien podía
haber entrado por allí. Echó un vistazo y sonrió.
—Ya podemos cerrar el caso y meter en la jaula el pájaro que
ha hecho esto. Ya sé quién ha sido.
—¿Has encontrado huellas?
Su compañero se asomo a la ventana. Al otro lado, en un
árbol, una urraca graznaba. Se había construido uno de los nidos más
caros del mundo de la ornitología. Su principal material había sido el oro
robado a doña Claudia y, por el tamaño que tenía “el chalet del emplumado”, a
más gente de la localidad que aún no se habían enterado del hurto.
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