Vecinos inoportunos






Una sonriente Natalia contemplaba el salón de su piso nuevo. Los meses anteriores habían sido un absoluto caos con la casa llena de albañiles, fontaneros, pintores y electricista; cada uno pidiendo dinero para lo suyo. Los últimos en salir habían sido los decoradores que habían realizado un trabajo excelente: Los visillos en color beige tostado con un suave dibujo de margaritas daban calidez al ambiente. Las paredes de un inmaculado blanco contrastaban con la madera caoba de los muebles. El parqué perfectamente acuchillado y abrillantado. Todo estaba en su sitio. Suspiró aliviada; por fin se habían acabado los enfados, las peleas y el gastar dinero, ya solo quedaba preparar la mudanza. Cruzaba la estancia hacia la puerta, cuando algo llamó su atención en una esquina. Descubrió una pequeña mancha sobre la madera brillante. Al agacharse comprobó que el suelo estaba mojado, y miró al techo, con espanto vio una gotera. Aún no era muy grande, pero ya la pintura aparecía embolsada como un globo a la espera de que el más ligero pinchazo dejara escapar toda el agua, regando su salón y destrozando todo lo que tanto le había costado conseguir. Eso sucedería si lo dejaba estar, pero no iba a permitirlo.


De mal humor se dirigió al ascensor.

—No me he gastado un dineral en este apartamento para que un tontolaba se lo cargue en un día —bramó de camino al tercero.

Se plantó ante la puerta y llamó con insistencia. Un hombre con mascarilla y embutido en un mono apareció en el vano. En la mano llevaba una radial en funcionamiento.

—Las chapuzas se te van a acabar ahora mismo, imbécil. Seguro que te has cargado una tubería —murmuró Natalia por debajo del ruido de la radial cuando le vio de aquella guisa.

—¿Decía?…No la he oído —alegó el hombre apagando la herramienta.

—Buenas tardes. Soy Natalia, la del segundo —el tono tranquilo lo desmentía las arterías de su cuello que parecían a punto de reventar—. Tengo una filtración enorme en el techo de mi salón. Acabo de terminar de arreglar mi casa y he invertido en ella todos mis ahorros. Ni puedo, ni voy a consentir que me la estropee.

—De acuerdo, no te enfades —le indicó intentando calmarla—. Ahora estoy ocupado, pero más tarde llamaré al seguro y ellos se encargarán.

—¡No pienso marcharme de aquí hasta que no lo hagas! —la voz de joven subió un par de decibelios y se tornó chillona—. Haz el favor de ser más cortés y llamar ahora mismo. ¡Exijo que se me repare de inmediato!

El hombre se quitó la mascarilla y la miró con una sonrisa irónica.

—Muy bien, tú lo has querido. Entra y lo arreglamos de una vez.

Ella, con paso desafiante, llegó hasta el salón esperando ver que había provocado la gotera. Al entrar los ojos se le abrieron como platos.

En medio de la estancia había una bañera de latón, rebosando de un líquido rojo y de la que pendía un brazo terminado en un muñón sangrante; la mano se encontraba en el suelo. Además, el piso  se encontraba encharcado y el agua se acumulaba, debido a un pequeño desnivel, en el rincón dónde a ella se le había formado la mancha.

Se volvió rápida sin poder contener el miedo y las nauseas.

—Cómo ves, tu vecina no está en disposición de llamar a nadie y si hubieras sido un poco más paciente no me habrías encontrado aquí. Ahora no puedo dejarte marchar.

Antes de que Natalia se diera cuenta, la radial le atravesó el cuello, cercenando la cabeza que cayó al suelo rodando. El tronco se desplomó un segundo después.

—¡Cómo odio a los vecinos entrometidos que no me dejan acabar las obras de arte en paz! —dijo mientras encestaba la cabeza de Natalia en la bañera.

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