Malas cosechas

Viñedo rojo -  Vincent Willem van Gogh
            A un lado de la carretera en la salida del pueblo, espero  junto a mis compañeros la llegada del autobús que me llevará lejos de mi país por primera vez.

Es mi  primera vez  para un montón de cosas  que me han ocurrido  en los últimos tiempos  y la mayoría de ellas  malas: mi primer despido; entré con dieciocho años a trabajar en una fábrica y ha sido mi único empleo. La  primera vez que he tenido  que recurrir al paro. También, la  primera vez en pedir ayuda a la familia, con la consiguiente vergüenza. Por último, hace unos días,  la primera vez en recurrir a la ayuda social para hacer frente a las matrículas del colegio de mis hijos. Ha sido todo un cúmulo de desgracias que han ido sucediendo en los últimos años. O Tal vez solo una y el resto, una consecuencia de la misma.

He pasado tiempo mirando atrás, intentando localizar el motivo de tantos sinsabores,  pero no conseguía verlo hasta que Pedro, un compañero de trabajo,  al que no han despedido, me lo ha señalado.

—El único problema es que eras fijo, con mucha antigüedad y por eso salías caro a la empresa. Ahora quieren trabajadores que puedan despedir sin costo. Hay mucha oferta de mano de obra. Eso es lo que te ha pasado. No es culpa tuya. En realidad no es culpa de nadie, la crisis.

Tal vez tenga razón, él sólo llevaba tres meses trabajando en la factoría y a pesar de su poca experiencia, el mismo día que me dieron el finiquito, a él le renovaron tres meses más.

Hace un par de semana cuando paseaba por la playa, —lo de ir al bar a tomar unas birras con los colegas, hacía tiempo  que había quedado desterrado del presupuesto familiar—, mi amigo Juan se me acercó y me habló de la vendimia francesa y de que  estaban buscando gente.

—Pagan muy bien y con lo que te traigas podrás hacer frente al recibo de la hipoteca de unos cuantos meses. ¿Te apuntas?

—¿Qué si me apunto?, ¿tú qué crees? Aunque haya que ir al mismísimo infierno a cosechar las  uvas. Dime qué necesito y adónde hay que ir.

Después de ese día  y de mover todo el papeleo, he llegado a este momento: esperando  el autobús que durante más de 20 horas cruzará la península y me dejará en unos viñedos cerca de Lyon. Según me dijeron, no debía  preocuparme ni del alojamiento ni de la comida. Todo iba incluido.  Aunque después, ya tarde, me he enterado que me lo descontarán  de la nómina  a quince euros  diarios, ¡una barbaridad! Hubiera pedido prestada la tienda de campaña a mi primo Rosendo, que la  tiene guardada  en el desván desde que se compró la autocaravana. La comida, lo mismo: un par de bocadillos y me  hubiera apañado. Algún compañero me ha dicho que es la primada de los novatos y que el año que viene seguro que no me pasa. Le he contestado que el año que viene encontraré trabajo de lo mío. Dicen los que saben que  el país va bien,  y no necesitaré irle a recoger la uva a los franceses.

Ya viene el transporte. La gente que se va poniendo en  fila ante la puerta. No tienen prisa por subir, ni se nota alegría en ellos. Con este panorama, empiezo a pensar que los milagros no existen, ni tampoco  los duros a pesetas. Estos gabachos nos sacarán el sueldo en sudor y en lágrimas. Creo que allí se deben derramar muchas; las mismas que derraman nuestras familias ahora,  al despedirnos.

Por fin me toca subir. Mi compañero de asiento es un sevillano  de los Palacios. No es su primera vez y según me cuenta no será la última.

—¿A qué te dedicabas antes de ir a cosechar uvas a Francia? —pregunto, más por evitar pensar en lo que dejo que por curiosidad.

—Era profesor de Filosofía en la Complutense de Madrid. Eso fue hace mucho tiempo, en la anterior crisis, la de 1985. Desde entonces estoy dando bandazos. Ya solo me quedan dos años para jubilarme con una pensión de mierda.

En ese instante me doy cuenta de que quizás, como le ha pasado a él, esa siembra de desgracias en mi vida  terminarán dando  cosechas de dolor año tras año hasta que me llegué la hora de cobrar una pensión de mierda. ¡Y solo tengo cuarenta y cinco años!

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