Papas con Codornices.

Guillermo Silveira García - Huerto.
Aquella mañana, bien temprano, me encaminé al huerto. Con el azadón al hombro pensaba en el menú de aquel día. Debía ser algo rápido,  ya que otras tareas requerían mi atención.
Llegué temprano, el sol aún se desperezaba y el  rocío mantenía la tierra húmeda para favorecer mi trabajo. Me agaché y  fui dejando al descubierto los hermosos tubérculos que la Naturaleza me había ofrecido como agradecimiento a mis desvelos, un manjar de dioses que trajeron los conquistadores; mucho mejor que el oro. Durante algunos meses  había mimado mis patatas, desde su inseminación en el útero de la madre Tierra. Allí, en el interior, a su abrigo, habían madurado y ahora estaban listas para ser objeto de deseo en la mesa y hacernos pecar de gula. Después de limpiarlas bien, las metí en una talega y me acerqué al surco donde se encontraban las anaranjadas zanahorias cuyo pináculo verde sobresalía por encima de la superficie, avisándome de que estaban preparadas para aderezar mis platos. Arranqué un par de ellas, solo las necesarias. Caminé entre las hendiduras de mi atestado huerto,  de las matas de hermosos tomates y pimientos de un rojo brillante que colgaban  como pendientes de zafiro,  recolecté un par de cada.
Regresé a casa. El domingo anterior se había abierto la veda y unas hermosas codornices colgaban de un gancho en la pared a la espera de ser desplumadas. Me puse a la tarea mientras rezaba una oración por aquellos pequeños animalillos que servirían de sustento a otros. No era más que la cadena alimenticia que el Creador había impuesto a los seres vivos, me dije intentando limpiar la culpa. En una tabla de madera vieja, descolorida por el uso, troceé una cebolla; sus efluvios lograron saltarme las lágrimas. Me acordé de mis seres queridos que ya no estaban. El bulbo conseguía ese efecto cada vez que tomábamos contacto uno con el otro, dejar la pena al descubierto. 
Descolgué una cacerola y eche un poco de oro líquido, aquel que brota del fruto del legendario olivo, un precioso y humilde árbol tan antiguo como la misma vida. Puse dentro de la marmita, además de la cebolla, el pimiento brillante cortado en tiras, milimétricamente medidas,  y cuando el calor maceró el conjunto, sofreí la carne roja que poco a poco fue cambiando a un tostado brillante. Un tomate lavado y rayado fue el complemento perfecto para aglomerar el contenido. Eché un pellizco de sal; aquella especia que sirvió de moneda para pagar a obreros; alimento esencial que curtía la carne y la convertía en comestible durante más tiempo: la nevera  de la Edad Media.
Una vez peladas y quebradas las patatas  y  zanahorias las dejé en un barreño con agua, el tiempo justo de coger una bota de vino y rociar el guiso a la esperar de que los efluvios del alcohol terminaran en volutas de oloroso humo. El aroma que desprendía activó mis jugos gástricos y  aunque aún era pronto, mis papilas gustativas segregaron salivación ante la expectativa  de un bocado. Debían esperar, aún no estaba la comida en el punto en el que debía probarse. Terminé de colocar los tubérculos dentro, le añadí agua, el principio de la vida en el universo, proveniente del limpio y fresco manantial que surtía mi pozo; sin cloro ni otro elemento de la tabla periódica que no fuera natural y, finalmente, tapé la cazuela. Reduje el fuego que alimentaba la cocción para que el calor fuese entrando de poco a poco, convirtiendo todas aquellas viandas diferentes en una sola esencia.
Cuarenta minutos de cocción y cuatro horas de reposo más tarde, tanto mi familia como el guiso estaban preparados para degustar aquello que la Madre Naturaleza tan gentilmente nos había ofrecido y yo había transformado al calor de la lumbre.

—Trabajo y sudor con ellos comerás, dijo Dios, antes de arrojar a Adán y Eva del Paraíso. —Aparté un plato y sonreí—. Se le olvidó decirles que el placer también entraba en el lote. 

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