Dad y os será devuelto...
No me quedaba mucho y
debía redactar un testamento, porque sabía que si no dejaba todo bien atado
mis cuatro criaturas dejarían de ser
humanas y se convertirían en alimañas que se enzarzarían en disputas eternas,
sobre quién se lleva qué.
Víctor, el mayor de mis hijos con veintiocho años. Soltero
de nacimiento, era un ser insociable al que pocas veces se le había visto en
compañía de amigos o novias. A pesar de su tan cacareada libertad, sabía que la
soledad en la que vivía estaba más cerca de la imposición que de la elección.
Sonia, soñadora y con un año menos, fue lo que mi mujer y yo
llamamos error de cálculo. Reflexiva y
desprendida, la engañaban siempre. Todo lo que pusiera en sus manos, seguro que
acabaría en las de otros. No tenía ni idea de cómo eran las personas.
Enriqueta era la tercera, con veinticinco abriles. Ella sí
que sabía vivir bien. Tenía una frase favorita que la definía muy bien: “A mí no me gustan los problemas: ni los
míos ni los ajenos, por eso los rehuyo. No por eso soy más mala, solo
diferente.” Por supuesto, jamás la había visto ayudar a nadie.
Por último, estaba Carlos con veintitrés años y ya casado
con un hijo. Creo que este chico ya
nació emparejado. Vivía por y para su familia, en la que, por supuesto, yo no tenía
cabida.
Esta era la familia a la que
debía dejar mi cuantiosa herencia. Ninguno de ellos la merecía. Me
abandonaron después de la muerte de su madre. Al parecer todos los años que
pasé trabajando y el imperio financiero
que construí, no les compensó de mis reiteradas ausencias. Sin embargo, solo me
considero culpable de eso y no de lo que ellos creen. También es cierto que a ninguno le faltó nada
en la vida mientras estuvieron bajo mi techo. El detective que había contratado
me había informado que es en estos
momentos cuando todos andan algo escasos, viviendo al día. Me gustaría ver su caras cuando se abra el
testamento. ¡Una lástima perdérmelo!
****
Tres años más tarde, Víctor, Sonia, Enriqueta y
Carlos Monterroso se sentaban ante la mesa del notario. Habían pasado dos años desde la muerte de su
padre y era en ese momento, una vez cumplimentadas todas las clausulas, cuando
se podía abrir el testamento. El letrado comenzó con el protocolo.
—como ya supondrán, les he reunido para dar paso a lectura
del testamento de Don…
—Sáltese los preliminares y vaya al grano, a ninguno le
importa una mierda lo que haya dicho el viejo —Carlos, impaciente, le había
cortado.
—Mi hermano tiene razón —corroboró Enriqueta —Las palabras
de mi padre no valen ni la tinta con la que están escritas. Engañó a mi madre con
una fulana, y al quedarse viudo, no
tardó en casarse con ella. Ahórreme el
trago de escuchar sus disculpas.
—Su padre no se disculpa y tendrán que escuchar lo que
quiera decirles. En caso contrario todo pasará a manos del hijo de su viuda. Yo
estoy aquí para cumplir la última voluntad de un hombre y no para juzgarle.
—Está bien, dejemos de discutir. Diga ya lo que sea de una vez—terció el
flemático Víctor.
El notario carraspeo y leyó:
—«Ultima voluntad y testamento de Juan Monterroso López. No quiero explayarme. Os conozco y sé que no voy
a ganar el premio al padre del año. Debo decir que vosotros tampoco
tenéis el título de hijos amantísimos.

—Siga de una puñetera vez y acabemos cuanto antes. —Víctor
había perdido la compostura. Tenía deudas con un prestamista y estaba a punto
de perder uno de sus chalets: el de Guadarrama. El resto de los hermanos guardó silencio y después de poner un par de
sillas derechas, tomaron asiento nuevamente.
—Sigo —dijo el notario y volvió a fijar la vista en los
papeles—. «…Sé que os acordaréis de mí durante toda vuestra vida, de la misma
forma que ahora: odiándome. No espero de
vosotros ningún cambio de actitud
después de mi muerte. Os deseo una larga y próspera existencia llena de
trabajo, como lo fue la mía. Para concluir. Nunca engañé a vuestra madre, ella se inventó
esa historia, enfadada por mis constantes viajes de negocios a los que se negaba a acompañarme, a pesar de
que nunca dejé de pedirle que me acompañase. Conocí a Gina después de su muerte, que lo creáis o no,
ya me da igual y a estas altura no tengo por qué mentir ni justificarme. Ella
fue un refugio para mi carencia de
afectos, el vuestro. Aunque he decidido no citarla para la apertura del
testamento, no quería que se enfrentara sola a vosotros, ella y su hijo, que
sin ser de mi sangre donó parte de la suya cuando me hizo falta durante mi
enfermedad, recibirán una parte de mis
bienes: mi casa del paseo de la Castellana, el chalet de Marbella y una pensión
vitalicia de veinte mil euros anuales mientras vivan. Esa cantidad forma parte
de los dividendos del cinco por ciento de acciones que no vendí. Con esto concluyo todo lo que quería deciros.
Solo desearos que aprendáis a ser felices, con o sin dinero. Firmado Don Juan Monterroso López.
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