Flores en una lápida.

A la memoria de mi padre.



Unos días antes de “tosantos”, como llaman en mi pueblo a la fiesta del 1 de noviembre, el cementerio bulle de actividad. Si durante el año permanece vacio a la espera de algún entierro ocasional, la víspera de la festividad de los difuntos el lugar parece un vagón de metro en hora punta con gente entrando y saliendo durante todo el día. Se blanquean las paredes, se corta el césped y se plantan flores frescas en los arriates. Además, hay que dejar impoluta la capilla de San Bartolomé para la misa.

Las vecinas, provistas de cubos y trapos, abrillantan las lápidas de sus seres queridos y las adornaban con flores frescas. En el pueblo, aún se sigue la fiesta tradicional de respeto y culto a los muertos que choca con la reciente incorporación de Halloween, que aún no se ha implantado por estos lares.


Ayer, uno de noviembre, madrugué para arreglar la tumba de mi padre, me gusta ir a esas horas, sin el bullicio de gente a mi alrededor que suelen aparecer más tarde. Al entrar al cementerio eche un vistazo, no parecía haber nadie y me puse con la faena de limpiar la lápida. Casi había terminado, cuando oí llantos. “Alguien acaba de perder hace poco a un ser querido, y estos días son muy duros” me dije siguiendo con la tarea. Por fin  coloqué el ramo de flores y dejé la tumba lista. Antes de marcharme, decidí echar una ojeada  y ver si por si podía echar una mano o dar un poco de consuelo a la persona que lloraba con tanta pena.

En una de las calles encontré a una anciana con los ojos fijos en una lápida, era la persona afligida. Me acerqué. No me resultó conocida, pero llevaba poco tiempo en el pueblo y no estaba al tanto de las familias que vivían en la localidad. La sepultura era una de las antiguas y presentaba un aspecto desarreglado. Aún no habían ido los parientes a limpiarla.

—Buenos días, señora. Siento su dolor. ¿Puedo ayudarla?

—¡Ay hija. Este año no puedo ponerle las flores a mi Juan! Pobre mío, su tumba sin flores.

—¿No tiene usted hijos? Ellos se encargarán. Váyase tranquila que vendrán, seguro —le dije en un intento de consolarla.

—No tengo hijos y mis sobrinos viven lejos.

Me dio pena su desconsuelo. Me fui a por el cubo y los trapos, quite unas cuantas flores del ramo que había llevado y regresé.

—Este año yo me encargo, no se preocupe. Le limpio un poco la lápida y he cogido algunas flores a mi padre, seguro que a él no le importa compartirlas —dije, colocando unos cuantos claveles rojos y blancos en el jarroncillo adosado al mármol.

Después de arreglar la tumba de Juan Martínez Ruíz, según rezaba, muerto en 1961, la mujer me sonrió y me besó en la mejilla. Me despedí de ella y volví a casa.

Al día siguiente, nada más llegar a la oficina, mi compañera me anunció que iba de funeral; había fallecido una vecina muy querida.

—No he oído campanas. ¿Ha muerto en el pueblo? ¿Quién era? —pregunté más por curiosidad que por interés, ya que los entierros no eran mis eventos preferidos y si podía escaquearme de alguno, lo intentaba.

—No. Murió el día de “tosantos” en la Blanca Paloma, en la capital. Llevaba varios meses ingresada en cuidados paliativos. Por fin la pobre pudo descansar.

—¿Quién era? ¿La conozco?

—No lo sé. Era mayor. Familia de los Turraos. Su marido se llamaba Juan Martínez Ruiz, murió hace mucho tiempo. De hecho, él era primo segundo de tu abuela Ramona. Vivían en la calle Monte y no tenían hijos. —Se acercó y bajó la voz—. Dicen que el día antes de su muerte, por la mañana, abrió los ojos por última vez, sonrió y después murió.

Mi compañera no vio como me estaba poniendo pálida por momentos. Por descontado, fui al entierro y, tal como había sospechado, ella era la mujer que yo había visto en el cementerio el día anterior. La sepultaron junto a su marido.

Cada año alguien viene, arregla la lápida del matrimonio y les pone flores, imagino que serán sus sobrinos. De todas maneras, yo, también cada año les dejo dos claveles: uno rojo para Juan y uno blanco para ella.

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