Castañas extranjeras. Una sonrisa, por favor...


¡A la rica castaña asá y calentita! ¡Espesial pa hoy!

Ese grito se repetía una y otra vez. Los veraneantes intentaban adivinar de donde procedía, alucinados ante la posibilidad de que alguien estuviese asando castañas en pleno mes de agosto en la playa. La pequeña columna de humo al lado de las duchas evidenciaba que  podía ser cierto.  
Un grupo de bañistas curiosos acudieron al paseo para verificar que era verdad y no se trataba de una broma. Allí, un par de mujeres entradas en carnes y entradas en años, ataviadas con batas floreadas, asaban castañas como si tal cosa.

—Perdonen ¿de verdad son castañas? —preguntó un hombre embutido en un bañador que parecía una braga-faja y con grasa como para surtir de tocino a todos los cocidos madrileños durante un año.


Entonse. ¿Qué va ser,  frijones? ¿Le pongo un cucurucho o solo ha venio a mirá?

—Ya señora, pero no hay castañas en esta época

—¡Anda el otro, un listo! Maruja, di a este moso de dónde sacamos las castañas.

—¿Ande va sé?, de lintesné, onde está to. ¿Ustedes no entienden de güifín? Porque mi Evaristo ha jecho un curso y ahora  nos ha metió en un chal  aonde un maromo de l’Argentina nos manda toas las castañas que queramos.

Todos rieron a carcajadas por el salero desplegado por la señora y el caballero interpelado, intentó razonar con ellas.

—Señoras, no es Wifi es banda ancha.

—De bandas nada, que nosotras somos mu honras. Toas las castañas que están aquí están pagás,  que nos hemos jecho autómotas como tie que sé, que tenemos frastura de tó.

Las risas aumentaban y ellas, un poco moscas, se encararon con los mirones.

—¿Arguno piensa comprar? Si no jumo, que me s’espanta la clientela.

—Ya que están aquí y siendo una tentación, vamos a caer en ella. Pónganme una docena —dijo uno de los bañistas.

Una de las mujeres cogió un papel de estraza, hizo un cucurucho y metió la cantidad  solicitada por el caballero.

—¿Qué le debo?

Dose euros.

—¿Doce? ¡Son carísimas! —gritó el señor del bañador-faja arrepentido de haber pedido las castañas sin preguntar el precio.

—Maruja, saca el libro de riclamasión, pero antes jechale las cuentas que estos se piensan que l’estamos robando.

Maruja sacó una libreta muy cochambrosa del  escote, la abrió, se colocó en la punta de la nariz unas gafas que llevaba enganchadas con una correílla y comenzó a leer.

—¿Usté sabe lo que cuesta se honrá? Mire, tuvimos que mandar a mi Evaristo con el güifín en un avión pa trae er pedio, que er niño nos dijo que lintesné no puede viajá solo. Cuando abrimos er puesto y pagamos er carbón, er tío malaje nos cobró una cosa que llaman iván y que no va a ninguna parte, él solo coge er dinero y se  lo quea. Luego, en l’ayuntamiento nos dijeron que teníamos que sortar un impuesto deambulante, aunque le dijimos que no somos dostoras solo castañeras, pues na. Er tio der mostrado solo se rió y tuvimos que pagar. De toas manera pa no tener problemas con l’autoridad  hemos cojio un par de tiritas y marcromina por si acaso la polisia nos pide que seamos dambulatorias.   Mi Evaristo dice que to eso encarese er producto exterio y además como no hubo pago puntua no nos rebajan una cosa que está aquí que se llama… raspel. To esto me l’ha explicao mu bien mi hijo  que es mu listo y que ara está estudiando una cosa que se llama chateo, como er vino pero con ordinadó. A lo que iba, que han salio las castañas por un ojo de la cara  y to eso hay que cobrarlo. Dose euros caballero.

Después del discurso, todos rieron a carcajadas  elogiando la gracia de las castañeras.

—¡Madre mía! Cuando cuente esto no me creen —dijo el hombre que había comprado las castañas,  sacando el dinero del monedero.

Venga, er resto, si no compra a juir,  y  ¡espabilando que se baja la marea! ¿o arguno quiere más castaña y menos cachondeo?

Un hombre de cabello cano y sonrisa amplia saca dinero de un bolsito que lleva en la mano.

—Póngame  a mí media docena, que hoy por hoy,  una sonrisa bien vale seis euros.





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