Viaje iniciático.

Burgos - Ilustración del libro de David Pintor "Camino de Santiago"

Ya está todo listo. Dentro de la mochila meto lo último: el itinerario. Esta va a ser mi primera peregrinación a Santiago de Compostela.
Mi amigo Rafael, el único que tengo, me ha hablado de parajes y senderos increíbles que en esta época, final de la primavera, son todo un espectáculo. Haré el viaje aconsejado por él, que ya lo ha realizado en otras ocasiones. Le di vueltas a  si no sería arriesgado meterme entre bosques sin más arma que un bastón de senderismo; el mundo está lleno de gentuzas. He estado a punto de no ir, pero tras asegurarme mi amigo que cada pocos kilómetros hay pueblos y policías a los que recurrir si me encuentro en problemas, decido continuar con el proyecto. De todas maneras dejaré las tarjetas en casa y pasaré de hablar con los desconocidos. ¡A saber qué clase de personas son!

Salgo el último viernes del mes de mayo en un autobús que llega de madrugada a León. Después de desayunar comienzo el camino siguiendo el mapa y a otros viajeros que tienen pinta de llevar mi ruta. Voy solo, rezagado unos cuantos metros, en pos de los grupos de peregrinos que se van formando. Prefiero mi soledad a la que estoy acostumbrado. Mi amigo me llama huraño y yo lo llamo prudencia. Un día tras otro sigo en solitario, sin relacionarme con nadie, lo prefiero a tener que vérmelas con pesados o indeseables. Cuando llego a los albergues, voy en busca de una ducha y un bocadillo y después me meto en la cama. El resto de personajes con los que comparto el alojamiento suelen quedarse hasta bien entrada la madrugada hablando y riendo, incluso cantando.
Al cuarto día de empezar el viaje me adentro en un bosque de enormes y frondosos castaños. Me siento a descansar debajo de uno. Una suave brisa del oeste mueve las hojas y después de comerme un bocadillo, me quedo algo traspuesto.
Un aliento cálido y con olor a fresa me hace abrir los ojos. El rostro de una joven pelirroja con gafas y pecas está a unos centímetros del mío. Me siento erguido y me pongo en guardia, seguro que trama algo. Con disimulo me llevo la mano al bolsillo. Aún tengo la cartera.
—¡Vaya, pensé que estabas muerto!, —exclama la muchacha.
Se sienta delante de mí y sigue comiendo fresas de una bolsa. Me la acerca para que coja.
—No, gracias —rechazo el ofrecimiento—. Tampoco estoy muerto, solo cansado.
—¿Sabes?,  no eres el único. Las agujetas comienzan a hacer estragos. Mis compañeros van por delante, ya les alcanzaré en el albergue. ¿Quién eres? —me pregunta sonriendo.
—Juan, de Madrid —soy escueto.
Bosque de eucaliptos - Christian Seebauer


—Encantada Juan de Madrid. Soy Verónica de Cáceres, tierra de aventureros. Yo venía dispuesta a conquistar este lugar y a poner una pica, en este caso en Santiago; pero a base de golpes de belleza me ha conquistado él a mí. Podría quedarme aquí toda la vida —terminó la joven con un suspiro y un mordisco a otra fresa.
—A mí me aconsejó un amigo que viniese. Verónica, no quiero entretenerte, puedes seguir si quieres. Yo voy solo.
—Pues ahora iremos juntos. Me gustaría charlar contigo aunque solo sea durante unos kilómetros. Es bueno conocer gente nueva.
Me encojo de hombros. A pesar de que soy poco amigo de charlas insustanciales y confianzas no solicitadas, accedo, aunque un poco reticente; no sé el motivo por el que la dejo que me acompañe, tal vez  porque pienso que ella es de las que no se dan por vencida a la primera negativa o solo porque me cae bien.
Hablamos del bosque y de su leyenda, la Santa Compaña. Debatimos sobre la historia de las peregrinaciones, que ambos hemos leído antes de comenzar el viaje. Después, entramos en temas más personales. Verónica sabe sonsacarme la información con sonrisa inocente. Le cuento mi vida, la que está a la vista de todos: el trabajo y mis reuniones esporádicas con mi único amigo con el que comparto mis dos C: cena y cine. Ella me cuenta que es vegetariana y entusiasta de las filosofías, cualquiera de ellas que ponga al hombre y a la naturaleza por encima de todo lo demás. Dice que sabe vivir.

En aquel milenario sendero, recorrido por millones de peregrinos durante siglos, aprendo que todos somos iguales en este pequeño universo que marcha a diferente velocidad del resto. Aquí todo es más lento, el mundo gira a  ritmo de pies cansados. Este mágico lugar me ayuda a mirar dentro de mí y a dejar de lado mis miedos. Ahora sé que los desconocidos no tienen por qué ser peores que yo. Vuelvo con la mochila cargada, esta vez de nuevos amigos y propósitos diferentes.


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