La boda de Pompeya.



Ruinas de Pompeya - Obra de Juan M. Rodríguez Botas y Ghirlanda


Publio Emilio Lúculo, desde el jardín de su casa, contemplaba el Vesubio. Aunque la montaña parecía seguir igual que  en los últimos cuarenta años que llevaba viviendo a su lado, algo le decía que estaba cambiando. No sabía qué era, solo era una sensación de desasosiego  que le envolvía cada vez que la miraba. Aquella mañana, precisamente, había visto, como una pesada roca se deslizaba lentamente por su falda. Eran señales inequívocas de que el dios, que la montaña albergaba en sus entrañas, se estaba despertando. Sería peligroso estar cerca si ocurría.   

A la hora de la cena, recostado en el  triclinio, observaba silencioso a su mujer Octavia y a sus dos hijos:  Marcelo,  un hombrecito de doce años y Pompeya, una preciosa jovencita de 14 con el cabello del color del trigal en el tiempo de la siega.

Octavia había insistido en ponerle el nombre de la ciudad  debido a la gran cantidad de  buenos augurios que habían vaticinado para ella el día de su nacimiento. Sería la esposa de un rey, le dijeron las vestales cuando acudió al templo con los primeros dolores de parto. Será hermosa y habitará eternamente entre nosotros. Su nombre será recordado por toda la eternidad. Su mujer siempre creyó en la diosa y en sus sacerdotisas. Él, con una mente más científica, creía más  en la naturaleza que en dioses que se encontraban tan lejos de lo que acontecía en el devenir diario de las gentes.

—Publio, este año hay que buscarle esposa a Pompeya. Hay un joven patricio, hijo del Senador Gayo Calpurnio, que sería un buen partido. Tiene un gran porvenir en Roma y es primo del emperador Tito Flavio. Creo que es lo que la diosa Vesta querría para ella.

Plinio guardó silencio y siguió mirando hacia la montaña. No estaba ahora para asuntos de esponsales. Sus cosechas estaban a punto de ser recogidas y una erupción del volcán sería fatal para su negocio.

Vesubio - Obra de Andy Warhol
A la mañana siguiente, Demetrius, un esclavo griego  a su servicio,  fue a verle. Llevaba con él casi toda la vida.  Cuando era pequeño, su padre se  lo compró para que fuese su  compañero de juegos y desde entonces habían permanecido juntos. A medida que crecieron, cada uno ocupó su lugar dentro de la casa, pero el cariño que se profesaban no había cambiado. El sirviente le confesó que estaba preocupado. Publio sabía que el griego era inteligente y le hacía caso en todo. El esclavo  le indicaba a quién o dónde vender el cereal o qué sería lo apropiado sembrar al año siguiente. Sus tierras eran las más productivas de toda la comarca.

—Mi señor Publio, el arroyo que baja de la montaña burbujea, el agua está caliente y tiene un sabor extraño. Algo ocurre en el interior  de ese demonio. Creo que deberíamos marcharnos —dijo señalando al volcán.

Publio se puso en guardia. Conocía algo la naturaleza y había estudiado  todo lo que los sabios habían escrito sobre las erupciones anteriores. Por una vez, el miedo le hizo recurrir a las creencias más arcaicas y pensó que los dioses debían estar muy enfadados.  Tomó una decisión.

—Demetrius, creo que el volcán está a  punto de lanzar sobre nosotros  toda su furia. Manda a algunos esclavos a recoger nuestras pertenencias. No digas nada a nadie, solo que nos vamos a Roma  a visitar a unos parientes de Octavia.  Voy  en busca de un barco, en cuanto oscurezca lleva a mi esposa y mi hija  con todo lo que recojas al puerto,  os espero allí con  Marcelo.

Después de dar las instrucciones salió al jardín en busca de su hijo. El sol ya declinaba cuando ambos se marcharon en dirección al puerto.  Tuvo suerte, al llegar vio a Cornelio Cota, el  mercader al que encargaba el transporte de su cereal desde Pompeya hasta los almacenes de Roma, en los que era vendido a muy buen precio. Mientras negociaba el coste del viaje sonó la primera explosión.  Agarró con fuerza la mano de Marcelo y vio como la montaña lanzaba bombas ardientes sobre la ciudad.

—¡Corre Cornelio, tenemos que salir de aquí!

Los tres subieron a bordo de una pequeña barca. Ambos hombres remaron y con un gran esfuerzo dejaron atrás la costa. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, miraron hacia la ciudad, que casi había desaparecido, envuelta en una nube de cenizas y fuego. En el puerto, los barcos ardían.

Plinio lloró por su esposa, por su hija y por el fiel Demetrius.  Recordó el augurio de  la diosa. No debería haberla desafiado cuando se rio de las vestales y el futuro vaticinado a la niña. Ahora se habían cumplido. Pompeya viviría eternamente desposada con el dios Vesubio. 



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