Oración ante el espejo.

las tres Gracias de Rafael Sanzio
El verano asoma por la puerta y yo me echo a temblar...


   —"¡Dios mío ten piedad! A ti me encomiendo  Señor,  aunque ponga en tela de juicio tu existencia la mayor parte del tiempo, y te pido ayuda ante el reto que supone probarme la ropa del verano pasado. Lanzo  esta oración   en el  silencio de mi cuarto esperando que se obre el milagro de que me esté grande para poder ir de rebajas en busca de un bikini o, por lo menos, de un bañador con tres tallas menos.

   Aguardo  con  los ojos cerrados confiando que, en el instante de abrirlos,  este artilugio infernal donde se refleja el paso del tiempo y de la comida; del insomnio y  de los madrugones; de jornadas de trabajo maratonianas y de fiestas nocturnas aún más largas no sea muy duro conmigo y me devuelva la imagen que deseo.


   Qué lástima que no se nos permita darnos la vuelta como a un calcetín y solo vieran de nosotros aquello que nos hace iguales y a la vez diferentes: los pulmones, el  hígado, los riñones, el fémur,… Señor, si  consiguieras que la moda supusiese tener un estómago a prueba de bomba o un perfecto esfenoides me convertirías en una top model. ¿Por qué no se nos valora por esa porción de cerebro donde se guardan nuestros pensamientos? Así,  al compararnos con  las mujeres despampanante que pisan las pasarelas subidas  en tacones de vértigo  y destilando seguridad, quizás las diferencias no fueran tan notables.
Las Gracias de Rubens.

   Te imploro, Señor, que implantes nuevas ideas en los genios que dictan las modas y que dejemos de conformarnos con una sociedad  donde prima  la acelga cocida sobre la ensaladilla rusa, el pollo hervido sobre un chuletón de Ávila o un huevo duro sobre una tortilla de patatas.

   Santo Padre santifica y coloca en los altares al  beatífico Rubens que obro el milagro de  repintar las Gracias de Rafael  quitándole a esas tres damas la perfección de las curvas  y dejando al aire el “michelín” del que la mayoría hacemos gala.

   Espejo ingrato que me devuelves a la conocida de siempre. Te diré que si las mujeres fuésemos montañas a rodear, unas serían cordilleras altas con curvas estrechas y abruptas y  otras, en cambio, solo estribaciones amplias de suaves  ondulaciones. Debes saber que no  todo el mundo está preparado para escalar el Everest, pero sí para un viaje tranquilo donde las curvas no marean.  Miro la imagen que me devuelves, desagradecido, y no me importa porque ante tan vasta loma, nadie necesitará de la  Biodramina para rodearme.

   Señor, te pido un cambio de mentalidad acorde a las millones de mujeres que como yo, no tengan que elegir entre una talla diminuta para causar admiración o  disfrutar de los gozos que se nos han puesto  por delante, como es el buen yantar.

   Señora, tú que también sufriste en tu tiempo la esclavitud de la moda, ilumina mi entendimiento y dime, ¿qué placer escondido conlleva embutirme en una falda de la talla 36 que yo no sé ver? ¿Acaso martirizarse en el gimnasio o  comer un  pescado cocido se han convertido en las nuevas tentaciones?

   Invoco al demonio escondido tras la luna del armario. Aquel que me desafía cada temporada, y le grito lo siempre: ¡Qué te den! Es posible que en la eternidad no haya  jamón de bellota, langostinos de Sanlucar, cordero a la segoviana o pulpo gallego.  ¿Qué cara se les pondrá a los amantes de la verdura a palo seco  cuando se vayan de este mundo sin haber aprovechado estos manjares?

   Solo una cosa más, Señor. Gracias porque has pensado en mi economía y has conseguido que me pueda incrustar en los pantalones del verano pasado. ¡Por lo menos este año no tengo que renovar todo el vestuario!”



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