Banquete real



A simple vista parecía que todo estaba listo para recibir a los novios y comensales. Aún así me di otra vuelta para verificarlo por cuarta vez. Todo tenía que estar perfecto. Aquel acontecimiento pasaría a la historia como uno de los más importantes de este siglo.

La mesa se encontraba dispuesta con la vajilla azul prusia con el filo de oro y el escudo de la casa real. Se había sacado de las vitrinas donde dormitaba y solo veía la luz en ocasiones muy especiales. Había sido elaborada en Santa Clara, una de las más prestigiosas fábricas de cerámica del mundo, y llevaba al servicio de la corona más de dos siglos. La mantelería de fino hilo blanco con el escudo bordado había sido un regalo de las hermanas carmelitas descalzas a Alfonso XII, en ocasión de su enlace.

La cubertería de plata, una dádiva de la reina Isabel a su hijo, enmarcaban cada uno de los platos. Cogí una cuchara y vi mi reflejo. Tal como había ordenado todos los cubiertos habían sido abrillantados. La deposité de nuevo en su lugar después de haberlo verificado. Los guantes blancos que llevaba no habían dejado ninguna marca.

Las copas talladas de fino cristal de bohemia deslumbraban con la luz de las velas que emanaba de candelabros de plata dispuestos a lo largo. Un centro floral separaba unos de otros. Rosas blancas y helecho verde iban turnándose por todo el recorrido de la gran mesa que acogería a los cincuenta invitados.

Las sillas preparadas para recibir a los comensales estaban tapizadas en fino brocado de tonos aguamarina y dorado. Las patas torneadas de oscura madera brillaban después de que las sirvientas hubieran dado lustre al barniz.

Me dirigí a la cocina. Quería comprobar si iban sobre el horario previsto. Apenas quedaba media hora y no debía fallar nada.

El chef fue desgranando ante mí el menú que se había elegido para los comensales.

—Un consomé Nilson y huevos en salsa Périgueux . Se regarán con un vino de jerez.

—Muy buena elección. Sabía que la futura reina tenía muy buen gusto –comenté cuando me recitó los entrantes.

—Sí. Es una dama encantadora. Después los pescados: Salmón a la Chambord y lubina del Cantábrico con trufas y almendras. El vino blanco de Rueda se servirá en esta ocasión.

El chef Antón me miró esperando mi aprobación.

—Perfecto. Supongo que los caldos se servirán a las temperaturas indicadas. —Esperé a la afirmación de Antón y cuando llegó, continué—. Vamos con las carnes.

—Papillot de pularda a la Rostchild y Perdiz roja española con trufas y salsa castellana.

Asentí ante tanta delicia.

—¿Qué me dices de los postres? ¿Habrás tenido en cuenta que cualquiera de ellos debe maridar con un buen cava extra brut nature?

—Sí, está previsto. Hemos preparado preludio de chocolate amargo, tarta victoria y, por último, glace de moca con frutos secos.

Eché un vistazo a la cocina. Para una mirada inexperta, aquellos quince cocineros parecían moverse de manera frenética, pero mis ojos experimentados me decían que todo estaba bajo control y no había motivo para preocuparse.

Frutero en la mesa - Pablo Picasso.

—La cena está lista —oí una voz que me llamaba.

Dejé todo y me acerqué a la mesa, los jugos gástricos habían comenzado a hacer de las suyas mientras desgranaba el menú. La realidad me abofeteó sin compasión. Miré con desaliento y estuve a punto de darme la vuelta.

El hule de cuadros desvaídos con dos platos, únicos supervivientes de dos vajillas distintas. Los vasos con el filo roto y una jarra de plástico con agua. Antes de sentarme corté dos trozos del rollo de papel de cocina y los puse al lado de cada servicio. En medio de todo, una fuente de macarrones que habían sobrado del día anterior. Estaban pasados y ni el queso ni el calor del microondas podían enmascarar el mal aspecto y el mal sabor que tenían.

—¿Cómo va la novela romántica que escribes? —preguntó mi madre.

—Bien hasta que me has llamado. Ya estaba todo preparado para el banquete nupcial. Cuando haga la digestión de este manjar—dije señalando la comida—, sentaré a los comensales a la mesa.

—¿Vivirán felices y comerán perdices?

Pensé la respuesta. Separada, de vuelta a vivir con mi madre y ambas en el paro. En ese momento no tenía muchas ganas de que a los novios de mi novela les fuera bien.

—Seguro que perdices si comen, estaban en el menú.





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