Terapia
Embutida en un elegante traje de chaqueta negro se fundía con el sofá de piel del mismo color sobre el que se encontraba sentada. Podría pasar desapercibida en aquel entorno de oscuros sillones y luces atenuadas, a no ser por su melena rubia.
Acababa de rellenar la ficha que le había entregado la recepcionista y repasaba mentalmente sus respuestas: “Nací en Madrid, estudios pre universitarios, me gusta leer, no he trabajado nunca, ningún tic ni vicio, me desenvuelvo bien en sociedad… sin hijos, viuda.” Cuando se abrió una puerta en la pared opuesta y un hombre con el semblante surcado de arrugas y sonrisa amable preguntó por ella.
—¿Silvia Marín?
—Soy yo —respondió apenas con un susurro.
Se puso en pie, cogió el bolso que se encontraba a su lado y caminó despacio.
—Manuel Riaza.
Él extendió la mano a modo de saludo y ella se la estrechó. Ambos se adentraron en la consulta. El psicólogo le recogió la ficha que ella acababa de rellenar y con un gesto le señaló un silla al lado de la mesa.
—Buenos días señora Marín. Por favor siéntese.
Mientras se acomodaban, Manuel observó a la mujer con
ojos críticos. Unos cincuenta años, rubia, ojos verdes, muy triste. No es que fuese
una belleza, más bien al contrario y a pesar de no ser una mujer menuda, daba sensación de
fragilidad y su manera de mirar la hacía parecer vulnerable.
—Doctor Riaza… —comenzó Silvia.
—Los psicólogos no somos doctores. Si quieres dejamos las formalidades a un lado. Mi nombre es
Manuel. —Ella asintió y él continuó—. Bien. Al solicitar la cita me hablaste de
un problema. Me comentaste que después de la muerte de tu marido no has sido
capaz de asumir la situación, que no te sientes con fuerzas para coger las riendas de tu vida. ¿Cuánto hace que falleció?
—Dos años
—¿Has hablado con alguien de cómo te sientes? —Silvia negó
con la cabeza. Manuel vio todo el dolor que acumulaba aquella mujer— ¿Fue un
matrimonio feliz?
—Sí. —Sacó del bolso un pañuelo y se secó las lágrimas
—También tuvimos nuestros problemas como todos, pero no eran importantes.
—Voy a dejar las preguntas y cuéntame lo que te
apetezca. Da igual por donde empieces.
Manuel se acomodó en su sillón. Quería dar la sensación de que esperaría a que ella se decidiera y la
escucharía con atención. Ella bajó la
cabeza y comenzó. Al principio en un tono bajo que fue normalizando a medida
que hablaba.
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Tristeza- Mariela Monica Montes |
—El veinticinco de marzo a mi marido le diagnosticaron un cáncer. No
existían antecedentes, carecía de síntomas y ni siquiera tuvo fiebre; mi marido
era un roble. Cómo cada año se realizaba
un reconocimiento rutinario y cuando acudimos
a recoger los resultados, nos echaron el jarro de agua fría; no lo esperábamos.
Aún tengo grabadas a fuego las palabras de su médico, casi sin atreverse a mirarnos
a la cara: “señor Medina, tiene un cáncer terminal con afectación a varios
órganos importantes. No le voy a mentir, los tratamientos no servirán en este
estadio de la enfermedad, aunque existen paliativos para cuando usted los
necesite...” Después un silencio frío reinó en aquella consulta. —Silvia se cerró
la chaqueta instintivamente—. Lloré, rogué e imploré clemencia, convertí al
médico en un juez que pudiera conmutarle la pena de muerte, que pudiera
absolverle del único delito que había cometido, estar vivo. Sin embargo, Pablo se
mantenía tranquilo, como si hubiera esperado esa respuesta sin buscarla. Guardó
silencio y solo después de que me calmara, dio las gracias al médico y salimos
de la consulta. —Silvia realizó una inspiración profunda antes de continuar—. En
sus últimos meses, mi marido intentó atar todos los cabos sueltos y comenzaron las despedidas
sin decir adiós. Eso fue lo más terrible, él no quería que nadie supiese que le
ocurría y tener que ver la mirada de compasión de los amigos o la familia; solía bromear
diciendo que de eso tenía bastante
conmigo. Yo me preocupaba esperando que en algún momento acabara derrumbándose, pero él siguió llamando, escribiendo
cartas atrasadas y poniendo todo los papeles en orden. —Silvia tragó saliva;
cada vez le costaba más trabajo hablar.
—¿Quiere tomarse un descanso? O si lo prefiere lo dejamos
aquí y le doy cita para mañana.
—¡No! —gritó—. Perdón, no quería alzar la voz. Prefiero
seguir y acabar con esto de una vez.
—Muy bien, cuando estés preparada continúa.
—Los días pasaban y veía claramente el deterioro físico que
experimentaba. Cada vez le costaba más trabajo escribir o mantener una conversación
fluida. Por más que insistía para que descansara, Pablo se empeñaba en señalarme la gente con la
que había compartido su vida y a la que debía
dar las gracias por su amistad. —Los ojos de Silvia se humedecieron—. El veintitrés de abril terminó con todas las tareas pendientes y me dijo que todo el tiempo que
le quedaba era mío—Silvia se permitió una pequeña sonrisa—. Nos sentábamos en
el dormitorio, junto a la ventana, y mirábamos las hermosas colinas que teníamos enfrente.
Con las manos unidas, charlábamos sobre las anécdotas de juventud, que había
significado nuestra vida en común para
cada uno y nos dijimos todo aquello que nunca pudimos o quisimos contarnos. De
esta manera dejábamos pasar el tiempo que nos restaba conociéndonos por
primera vez. — Entornó los párpados—. La tarde del dos de mayo me entretuve observando
el jugueteo de unos gorriones que revoloteaban en el jardín. Una ráfaga de aire
fresco entró por la ventana que me hizo tiritar y me volví a preguntarle si
sentía frío. Sus ojos me miraban vacios. Una única lágrima había resbalado de
ellos; me sonreía. —Silvia lloraba sin control— ¡Estaba distraída cuando se
marchó y no me pude despedir de él!
Manuel pensó que aquella mujer se había despedido más que muchos
otros, pero eso no lo iba a entender de
momento.
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