El segundo
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Pies - Gisela Kruzelnicki |
Aquella mañana al cruzar el arroyo, una de mis botas
había ido a parar al agua con mi pie dentro. Estaba tan desgastada que en poco
tiempo la suela se despegó. Me alegré
tanto de haber conseguido romperla que seguí chapoteando, esta vez con los dos pies. Odiaba aquellas botas
viejas que había heredado de mi hermano mayor. De hecho, odiaba casi todo lo
que poseía porque provenía de él. Ser el segundo no era divertido. A José, que trabajaba
fuera, le compraban todo, y a Pablo también, porque era el pequeño. “Esta vez tendrán que gastarse el dinero en
mí; no pueden dejarme ir descalzo,” me dije sonriendo de camino a casa.
Al llegar, corrí hasta la cocina gritando en busca de mi madre.
—¡Mamá, se me han roto las botas!
Me paré en seco. Estaba sentada a la mesa llorando. Me sorprendió verla así
porque ella no se quejaba nunca. Sus dedos apretaban tanto un papel que si
hubiera intentando quitárselo se habría roto.
—Hola hijo, ¿Ya has vuelto? —me dijo mientras lo guardaba en el bolsillo y sacaba
un pañuelo con el que se secó la cara.
—¿Qué pasa, mamá?
Me acarició la mejilla, al tiempo que por la suya volvían a correr las
lágrimas.
—Un telegrama de papá.
—¿No vendrán para las vacaciones?
Ella aspiró con fuerza.
—Sí, vendrán antes. ¿Qué dijiste? ¡Ah sí!—bajó la vista y miró mis pies—. Están rotas.
Mañana ponte las nuevas de José, las que aún no ha estrenado. Él ya no las
necesitará.
Se apoyó sobre la mesa escondiendo la
cara entre los brazos; los sollozos aumentaron.
La miré a ella y a mis botas destrozadas y comprendí.
El dolor caló hasta lo más profundo.
—¡Mamá, ya no quiero unas botas nuevas; quiero seguir
siendo el segundo!—grité culpable.
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