Examen final

Del Bien y del Mal - Patricia Boneo

      Al pasar por delante  del cajero automático comenzó a funcionar y comprobé que salían billetes de él. Miré a ambos lados de la calle  antes  de guardarme el dinero y  lo achaqué a mi buena suerte. Aunque la vida me había sonreído, la sensación de bienestar nunca terminó de llegar del todo; el motivo no lo sabía, pero me daba igual, a fin de cuentas yo era el tipo con mejor estrella del mundo. 

Desde que tuve uso de razón, nunca hubo dolor, pesar o deseo que no hubieran sido resueltos antes siquiera de haberlo pedido.Recordé que de niño conseguía todo lo que quería,  en la universidad fui el preferido de los profesores que me daban unas notas excelentes sin apenas esfuerzo, mi familia me adoraba y jamás tuve problemas laborales.  Y en aquel momento, sin desearlo siquiera, había pasado por delante de un banco y los billetes cayeron a mis pies. Otro merecido premio que engrasaría, aún más, el engranaje que me permitía seguir llevando una vida regalada.



     Siempre que me sonreía la fortuna,  aparecía al otro lado de la calle;  no sabía quién era, pero jamás lo sentí como una amenaza y  de hecho lo olvidaba enseguida.  Mientras me guardaba  el dinero volví  a observar la figura agazapada en la sombra. Como siempre ocurría, no realizó ningún intento por llegar hasta mí, pero esta vez después de que el último billete desapareciera en el interior de uno de mis bolsillos, dio  el paso y se acercó; al parecer había llegado el momento de las presentaciones. Me mostré tranquilo ante aquel  intruso que no hacía más que seguirme los pasos sin motivo aparente. Sentí lástima y saqué cien euros y se los tendí; una limosna para acallar culpas. Él me miró en silencio y no hizo  ningún intento por alargar la mano y cogerlos.

     Le observé atentamente. La negrura de sus ojos contrastaba con la limpieza clara de los míos. Unos dientes oscuros y rotos se apreciaban  dentro de su cavernosa boca; los míos estaban perfectos. Hasta en eso éramos distintos, pensé mientras le mostraba mi nívea sonrisa.

     —Te he visto muchas veces rondándome, ¿quién eres? —mi voz sonó tranquila, sin miedo.

     —¡Tú! —Rompió el silencio con esa sola palabra que salió disparada  de entre los agujeros de sus podridas encías, llenándome la cara de babas con olor a podrido. Sentí nauseas.

     Después de la sorpresa inicial, supe que era verdad y ni siquiera intenté negarlo. Sentí su mirada penetrante taladrando mi subconsciente y trayéndome escenas que permanecían enterradas.  Recordé al amigo invisible de mi infancia que creció conmigo y también, algunos pasajes de mi vida: Cuando Alfredo  me quitó la pelota una tarde después de jugar y aunque por la mañana se encontraba  entre mis juguetes intacta, él, sin embargo, amaneció con la cabeza partida. Nunca le presté atención hasta  que me acordé  de que esa noche deseé hacerle daño. Lo mismo que le pasó  a mi profesor de Matemáticas, al que no le gustó el trabajo que le presenté y tuvo un accidente de coche que le segó la vida. ¿Acaso no fui yo quien pensó en su muerte? ¿No apareció mi jefe asesinado cuando me negó  el ascenso? A pesar de que era uno de los que tenía más motivos para quitarlos de enmedio nunca me relacionaron con ellos. Nadie pensó en mí, un tipo carismático que sonreía siempre y se llevaba bien con todos.

     Comprendí  de golpe que me encontraba  cara a cara  ante mi yo perverso, el que había ido  creando a base de odio. Negro de corazón y alma, obraba y trasgredía todas las leyes para mí y por mí.

La ronda de los presos- Van gogh

     Se acercó con la cara macilenta y la muerte reflejada en sus ojos.

     —Se acabó. Llegó la hora. Debo desaparecer—murmuró con la voz ronca. 

    Apenas me quedaban palabras para preguntar: ¿La hora de qué? Sentí miedo por primera vez en mi vida; miedo a saber. Volvió a leerme el pensamiento una vez más y percibí su aliento pútrido empapando mi rostro. 

     —Somos uno —dijo mientras me agarraba fuerte de los hombros y me obligaba a un abrazo. Traté de obstruir  mis sentidos intentando escapar de él, pero no valió de nada.

     Después oí sirenas detenerse a mi lado y abrí los ojos. Me encontré junto al cajero con los bolsillos llenos de billetes y sujetando una navaja que chorreaba sangre; en el suelo una mujer se desangraba sin vida.

     —Queda detenido por asesinato. —Aún pasmado, no presté atención a lo que ocurría y eso fue lo único que conseguí escuchar.

     Dueño ya de mi persona y siendo ya consciente de lo que había hecho, entendí: había sido Dorian y su retrato o Jekyll y Hayde. Comprendí algo tarde  que los mitos se basaban  en la realidad y que no había sido el único. En el  lugar en el que me habían encerrado, a la espera de mi ejecución, me encontré con más seres  como yo que jugaron a desear.





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