Lágrimas a solas.
La vio entre el público: Coleta larga y morena que se movía
cada vez que volvía la cabeza, mirando de un lado a otro de la carpa; sonrisa blanca y expresiva y ojos
negros y grandes, hipnotizados por aquel
lema que pregonaba el jefe de pista: el más difícil todavía. Fieros leones
amansados por un domador, aún más fiero; los ases del vuelo, capaces de dobles y triples mortales en el aire, antes de aterrizar en los brazos del portador; malabaristas que
conseguían girar toda una vajilla sobre finos palos y los payasos, una troupe
de graciosos saltimbanquis que deleitaban con sus travesuras a los pequeños.
La contemplo con fijeza y ella me mira. Con miedo bajo el rostro, no quiero ser descubierto.
Me tranquilizo al recordar que no podrá reconocerme escondido tras la máscara
blanca pintada sobre la piel curtida, la redonda nariz roja y la peluca
naranja. El traje holgado de vistosos
cuadros y los zapatones, tampoco puede asociarlo conmigo. En el recuerdo de
Laura, vestía traje y corbata oscura,
solo era un tipo gris.
Hace mucho tiempo que no la veo, desde que me marché de
casa. Alcohol y desempleo no fueron una buena combinación. Un día, durante una
borrachera, la culpé de mis males. Solo
tenía siete años.
«—¡Si tu madre no se hubiera quedado embarazada podría haberme
casado con la mujer que quería de verdad! Si no hubieras nacido, mi vida
hubiera sido mucho mejor.»—le grité fuera de mí, en un momento de descontrol.
Había tal dolor reflejado en su rostro que ese mismo día me
marché. No podía aceptar su perdón, aunque ella me hubiera perdonado. Tardé un par
de años en rehabilitarme, pero no fui capaz de volver y enfrentarme a ella.
No la había visto desde entonces. El sufrimiento me
atenaza y el solo hecho de que sepa quién soy me llena de un profundo miedo. No al reproche que tengo más que merecido,
sino a que ni siquiera lo haya. Ese es el verdadero terror, que no merezca ni
su desprecio.
Aquel maldito día, un circo pasó por la ciudad y pedí un
empleo a cambio una comida. Me acogieron entre sus gentes sin preguntar de qué
huía. A base de trabajo duro conseguí salir del pozo.
Después, para penar mi culpa, aprendí a poner sonrisas en los niños. Cada vez que actúo busco una entre
todas, siempre la misma.
Me acerco intranquilo y con mano temblorosa le entrego una
flor de papel. Ella me da un beso en la mejilla. Todos ríen menos yo, que aprieto
una pera de goma, unida a la flor que luzco en el ojal de la chaqueta. Acercó la cara y el
agua me salpica. Nadie sabe que ese chorro de agua dulce se mezcla con otro
salado.
Con los ojos vidriosos y el corazón roto no la pierdo de
vista durante mi actuación y memorizo sus risas cuando me atizan con palos de
goma o cuando me monto en coches traídos
del mundo de Lilliput.
Espero entre bambalinas el final, sin quitarle ojo, hasta
que el espectáculo termina y la veo alejarse entre el público. Después, en mi
caravana, sentado ante el espejo, decido no quitarme el maquillaje. Ese único beso de mi hija debe durar para
siempre.
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