Reencuentro

Anciana  - Carlos Bruscianelli Torrealba
Anciano - María Teresa Araz Ibañez

     Le vi nada más entrar y el corazón me dio un vuelco. Nunca imaginé que cuando volviera a tropezarme con Pedro sería en la sala de espera de un consultorio médico. Aún recordaba la última vez que supe de él o mejor dicho, que no supe porque no se presentó. De eso hacía ya cuarenta años y pico. ¿Me reconocería al igual que yo a él?, me pregunté inquieta. Yo no era la de antes, pero él tampoco.  Miré a mi hijo que me acompañaba y al verles juntos comprobé que mi memoria era muy buena, ambos se parecían mucho.

     Avancé por la habitación apoyada en mi muleta, una fiel compañera desde que me colocaron la prótesis en la cadera, y me senté en el banco al lado de su silla de rueda;  a simple vista no pareció reconocerme. Una joven auxiliar le sostenía la mano con gesto cariñoso. Llevaba en el bolsillo superior del uniforme el logo de “Monte Perdido”, una residencia cercana.

     Los ojos se me empañaron por el recuerdo; el rencor ya se había difuminado con el paso del tiempo. Recordé un vestido blanco colgado en un armario durante años, el aroma del azahar que desde entonces dejó de gustarme, las promesas rotas, mi familia pidiendo explicaciones y la suya que no supo o no quiso darlas. Un niño rico al que la responsabilidad le pudo y le fue más fácil huir que afrontar que en mi interior creciera una criatura, fue la conclusión de mi padre muy dado a tapar errores de los de su clase. Yo me decidí  por la explicación más lógica: había otra mujer y en esa me había mantenido durante toda mi vida porque para mí nunca hubo otro hombre.

     —Buenos días. No le había visto por aquí, ¿es nuevo en la urbanización? –pregunté sin dar ninguna pista sobre mí.

     Me observó un momento sin dar muestras de conocerme; después su mirada se perdió en algún lugar remoto. La chica que le acompañaba  me sonrió.

     —Perdone señora. Él no puede contestarle a eso, padece Alzheimer.  Últimamente habla muy poquito.

     —Manuela, te he echado tanto de menos –dijo el hombre volviéndose hacia mí  al tiempo que levantaba una mano y me  acariciaba suavemente el rostro. Me sobresalté.

     —Tranquila, no le hará daño –dijo la muchacha al ver mi reacción. Ella no sabía que el daño ya estaba hecho—. Llama así a todas las jóvenes. Creo que debió ser alguien importante de su pasado.

     —Es una pena que no pueda…

     —Para él no –intervino la chica susurrando–Le contaré su historia, es muy triste. Pedro ingresó en nuestra residencia antes de los treinta. Según me dijeron le diagnosticaron una enfermedad degenerativa  y  tomó la decisión de protegerse del mundo exterior. Solo venían sus padres a visitarle, hasta que murieron hace años. Nunca más ha vuelto a recibir visitas –sonrió y acarició el rostro del anciano—. Siempre ha sido amable y cariñoso y nos adoptó como familia. Pedro forma parte del centro  y todos le queremos mucho. Con el paso del tiempo se fue perdiendo en los recuerdos y solo un nombre permanece en su memoria: Manuela; todas las jóvenes son  ella. No sé por qué motivo se lo ha llamado a usted.

     Saqué el  pañuelo del bolsillo. Mi hijo miraba curioso desde un asiento situado al otro extremo de la sala de espera. Al verme hizo ademán de levantarse y con un gesto y una sonrisa le tranquilice. No era el momento ni el lugar para las explicaciones, ya habría tiempo.

     —Pediré permiso para visitarle, tengo mucho tiempo libre ¿Cree que me dejaran? –pregunté a la auxiliar.

     —Por supuesto. A nuestros residentes, tener la presencia de voluntarios que les acompañen algunos ratos les tranquiliza. Nosotras no siempre podemos estar con ellos todo el tiempo que necesitan. ¿Cómo se llama usted?

     Miré con ternura a Pedro.

     —Soy  Manuela. Su Manuela.
  

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