La casa de Darwin


Ventana verde - obra de Pepa Santamaría

   Dejé el paraguas empapado en la entrada, no quería manchar el suelo. Me acerqué a la única ventana que había. La lluvia, que había arreciado, lanzaba las gotas a modo de dardos contra la fina lámina que me separaba del exterior. Me volví buscando alguna otra fuente de luz natural y la encontré en el techo en forma de claraboya. Aunque, la sustitución de los cristales por unos tableros de aglomerado daban al lugar un aspecto bastante lúgubre.

Con mirada crítica contemplé aquello que estaba a mi alcance, prácticamente todo. Debo decir que había estado en probadores de ropa que me daban la sensación de más amplitud que aquel apartamento.
Presté atención al rincón en el que me encontraba, al lado de la ventana. Las paredes, literalmente, lloraban. Entendía por qué. Yo estaba a punto de hacerlo. Las manchas de humedad habían dibujado formas abstractas sobre ellas, como si el fantasma de algún grafitero se hubiera entretenido en diseñarlas.


Incrustado en el muro se encontraba un fregadero que alguna vez debió ser de porcelana blanca, pero que los golpes y la suciedad le habían cambiado el color pasando a un gris amarillento. Unas líneas marrones determinaban los distintos niveles a los que había llegado la pringue. Al borde le faltaba un trozo bastante grande. Calculé, a simple vista, que si lo llenaba más de un cuarto terminaría con los pies encharcados. Eso, sin contar con que las grietas del fondo no hicieran lo mismo sin necesidad de malgastar agua.

Dentro del saneamiento (bonita palabra para nombrar aquello que estaba mirando), se encontraba una lata de fabada Litoral abierta, tan enmohecida que podría haber abastecido de penicilina a toda África; una cuchara de metal a la que el óxido se había encargado de darle un tono ocre y un plato transparente de Duralex partido en dos. Esto eran los únicos signo de vajilla que pude encontrar en aquella cocina, si ese nombre se adecuaba al rincón que tenía enfrente. Se completaba el conjunto con un grifo del que caía una gota constante que emitía un sonido rítmico, un mantra al que debían acogerse todos los habitantes de ese lugar. Algunos de ellos, careciendo de la timidez propia de su especie, habían salido a curiosear. Esa lágrima cayendo al fregadero era un indicativo de que había agua, aunque no creía que existiera un valiente que se atreviera a beber algo salido de aquella tubería.

De la suciedad de la pintura daba fe el color más claro que se veía en el sitio donde debía colgar derecho un cuadro y que ahora gozaba de una posición bastante precaria, próximo a caer en el siguiente soplo de aire. La pintura era un paisaje marino de una lámina de calendario. No tenía cristal y al marco de plástico rojo le faltaba uno de los lados. En el suelo, debajo del cuadro, había un charco de agua. Lo primero que me vino a la mente fue que el mar se derramaba. Luego, mi imaginación se calmó y eché un vistazo al techo, por supuesto, no podía faltar una gotera.

Un poco más allá me tropecé con un sofá cubierto con una manta de rayas multicolores, que en su momento debieron ser brillantes y alegres y ahora se mostraban opacos y deslucidos. Tal vez fuese por el exceso de lavados o quizás por la falta de ellos. Desde luego, lo que si dejaba claro el diván es que invitaba a no sentarse. Los socavones que presentaban los cojines amenazaban con tragarte si osabas poner las posaderas sobre ellos.
El Fregadero- obra de Ricardo Renedo


  El comedor se completaba con un mueble situado frente al sofá. Tenía cierto parecido a un aparador. El barniz había desaparecido y un montón de rayas y letras grabadas daban cuenta del paso del tiempo y de sus propietarios. Una de las patas había sido sustituida por guías de Telefónica. En mitad del mueble, una televisión de catorce pulgadas era el único exceso a la modernidad que contenía el piso, aunque al estar desenchufada solo evidenciaba que podría tratarse de un mero adorno.

Una bombilla desnuda pendía del techo. Con una mirada me dejó claro que esa lámpara debería haber sido el lugar donde Darwin comenzara a estudiar la evolución de las especies. Pegada a ella estaba toda la fauna invertebrada existente en el planeta. Se suponía que debería alumbrar algo, pero de momento, se había convertido en un cementerio para todos aquellos pobres seres. Baje la vista y tuve el impulso de rezar una oración, aunque se me pasó tan rápido como lo había pensado.

La pared opuesta a la ventana, estaba presidida por una cama con un colchón de lana al que le faltaba un montón de centímetros para cubrir los muelles del somier. Tuve la sospecha que las ovejas hicieron huelga al conocer el destino de su precioso pelo. Medité un momento si llamar cama a aquello no era un eufemismo, pero a estas alturas ya me había quedado sin sinónimos para definir lo que podría ser. Había gastado todos con el resto de la casa.

Encima del colchón descansaba una vieja manta del ejército doblada de manera pulcra. Se observaban algunos agujeros sospechosos de que en ella habían tomado posesión seres adictos al consumo de tejidos. Durante un minuto no le quité ojo y podría jurar ante la Biblia que se estaba moviendo sola. Bajé la vista, intentando no pensar en lo que habría debajo de la manta y me tropecé con un orinal de porcelana, que aparentaba tener la edad de la catedral de Burgos. Acababa de desayunar, así que decidí que lo mejor sería pasar de puntillas sobre él. Al lado del catre había una mesilla de noche con tres cajones. Encima una palangana de loza y una jarra a la que le faltaba media asa.

La joven de la inmobiliaria, que me mostraba aquel infecto universo y que se había quedado en la puerta, no paraba de parlotear remarcándome todas las posibilidades que el lugar tenía y lo importante que era jugar con la imaginación para sacarle partido.

La escruté en silencio. Despacio me llevé la mano al bolsillo del abrigo y saqué el periódico que llevaba. Busqué el anuncio:

"Se alquila loft muy tranquilo y acogedor. Amueblado. Cocina americana, un dormitorio y aseo. Calefacción individual. Ventilado y fresco. Ideal para solteros o parejas."
Alce la mirada y le di la enhorabuena ante tal exceso de fantasía a la hora de redactar el texto. ¡Y yo que pensaba que tenía mucha! La inste a que se dedicara a escribir novelas ya que sabía mostrar cosas que el resto de los mortales éramos incapaces siquiera de imaginar.




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