Aquellos maravillosos veranos.



Una familia - Obra de Fernando Botero

   Realizó un último recorrido por la casa antes de marcharse. El frigorífico desenchufado y la puerta abierta. La bombona de butano cerrada. Verificó que había cortado el agua abriendo un grifo. Bajó el interruptor de la luz y cerró con dos vueltas de llave la puerta de entrada. Ya estaba todo listo, podían irse de vacaciones. Bajó las escaleras y se montó en el coche junto a su familia.

   —¿Has comprobado que estuviera todo apagado? —. Manuel afirmó con la cabeza —¿Y las ventanas? —Juana le miró esperando una respuesta.

   —¡Qué sí! Todo está en orden. Ahora vamos a ponernos en marcha a ver si no cogemos mucha caravana.
   Arrancó el coche. Se trataba de un seiscientos que acababan de comprarse. Ambos cónyuges habían estado de acuerdo con el modelo. Otra cosa fue el color. En eso no hubo consenso y las acaloradas discusiones inclinaron la balanza hacia la elección de la mujer y el coche fue verde. “Un verde confuso”, como Manuel llegó a llamar al color propuesto.

   La baca se había encargado de suplir el espacio que le faltaba al maletero y todo el equipaje se había repartido entre ambos lugares: Tres maletas, la sombrilla, dos hamacas y la mesa plegable, bolsas de plástico con cubos y palas para los niños, la nevera portátil y todo tipo de viandas para los primeros días.

   Llevaban muchos meses liados con las vacaciones. Primero la decisión de a dónde ir. Manuel, como cada año, prefería ir al pueblo; a Morgovejo, provincia de León, de dónde ellos eran oriundos. Allí se estaba muy fresco en la época estival. Sin embargo, Juana había decidido cambiar y quería ir a la playa como sus amigas. Las discusiones biliosas y los silencios se habían prolongado durante un tiempo, hasta que la costa valenciana fue la elegida como destino vacacional. Al parecer, una prima segunda de la vecina del cuarto tenía un apartamento en Gandía y lo alquilaba en verano. Costó cuatro paseos hasta el piso de arriba y más de media paga extra hacerse con él. A partir de ahí todo habían sido barullos y compras sin descanso: bañadores, batas playeras, chanclas, toallas de colores con símbolos marineros, porque las de casa no valían, y todo tipo de útiles inútiles que la esposa consideraba imprescindibles. 
Después del baño -  Francisco Sorolla

   Juana pensó que quizás fuera interesante invertir en la compra de una segunda vivienda, ya que si lo alquilaban en las temporadas estivales se pagaría solo. Un par de años y un montón de discusiones después, los Martínez tenían un apartamento en primera línea, aunque sin posibilidad de sacarle rendimiento. Manuel pronto se dio cuenta que si ellos no viajaban a León, la familia acudía a verles a Gandía. Y el tan codiciado apartamento permanecía el verano entero tomado por todo tipo de parentela. Así que las horas extras se multiplicaron durante el año para pagar el capricho de la esposa.

   El hombre miró al asiento trasero a través del retrovisor. Sus hijos, María Victoria y Manolín, de cuatro y seis años, iban dormidos. Cada uno para un lado. Salir de madrugada para evitar el sol del medio día era la mejor opción. Cuando iban de vacaciones al pueblo no era necesario, ¿quién iba a León a pasar el verano? Solo los leoneses y no eran tantos los que estaban fuera, pensó con nostalgia.

Vio como Juana se santiguaba antes de salir y se pusieron en marcha cruzando un Madrid durmiente y solitario. Fue el comienzo de quince días de vacaciones que se repetirían durante más de veinte años, siguiendo el mismo ritual.

   Cada año compartían colchones hinchables en el suelo del pequeño comedor, compras al por mayor, bajada a la playa a las doce cargados de bártulos, para volver a las dos a preparar el rancho. Hermanos, cuñados y sobrinos se agrupaban para pasar juntos unas vacaciones, en las que el descanso era lo menos importante y el dinero, según Juana, tampoco. Tal como comentaba Manuel a la vuelta, el escote solo en el bañador de su mujer, que en los gastos, sus cuñados poco sacaban la cartera.

 
Acababa de cumplirse dos años desde la muerte de su esposa y por primera vez abría los álbumes de las fotos estivales. Juana se había encargado siempre de ellos. Vio como habían ido evolucionando los rostros, los coches, las sombrillas y las hamacas. Todos revueltos en aquellos escasos cuarenta metros. Pero desde que se quedó solo y vendió el apartamento, sus parientes de León no habían hecho coincidir las vacaciones con él y no acudían en tropel o de uno en uno a su confortable piso de Madrid con aire acondicionado.



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