Juan Ramón y yo.


Juan Ramón Jiménez - obra de Joaquín Sorolla y Bastida
Visitaba el pueblo de Moguer, intentando averiguar qué relación simbiótica había existido entre el insigne escritor y su pueblo natal. Siempre he creído que todo artista plasma en sus obras todo aquello que, durante su vida, le entra por los sentidos. Algo tenían que ver entonces, la luz, el ambiente,  las  calles, plazas y jardines de aquel pueblo para que hubiesen inspirado tanta belleza.
La poesía andaluza me parecía que tenía un color que no tenía el resto, o por lo menos, era lo que intentaba demostrar en mi libro. Había empezado por Juan Ramón porque soy onubense y él había sido desde siempre, mi escritor de referencia.

Me acerqué hasta su casa, ahora convertida en museo, y me detuve en la acera de enfrente contemplando aquella hermosa estructura de grandes ventanas enrejadas. Tenía los muros gruesos para preservar la frescura en los calurosos estíos. Daba la sombra en el lado de la calle donde me encontraba y me apoyé en la pared que tenía detrás, impregnando mis sentidos con todo lo que estaba a mi alcance. Quizás su esencia aún perdurara y me envolviera mostrándome sus secretos. Puede que algún día consiguiera escribir derecho en renglones torcidos como dijo don Torcuato.

Una mujer entrada en años, muchos por su apariencia, apareció doblando una esquina.

—¿A qué es bonita? -dijo deteniéndose a mi lado y señalando con su bastón de nudosa madera sin barnizar, la casa del poeta—. ¿Eres de aquí? -preguntó mirándome fijamente.

—Soy un turista —negué al tiempo que definí mi condición de forastero. No estaba preparado para hablar con una octogenaria sobre mis obsesiones con el escritor—. Soy de Niebla. Un pueblo que está…

—Sé dónde está Niebla, muchacho—me interrumpió ofendida—.Te voy a contar algo de Juan Ramón que no viene en los libros y que no sabes.


Vi determinación en su mirada y que nada iba hacerla cambiar de opinión, así que con más educación que ganas, me dispuse a escuchar alguna historia infantil de mi ídolo que era más que probable que ya conociera. Había leído todo lo que se había publicado sobre él desde que comenzó su andadura por este valle de lágrimas hasta que nos dejó, a algunos, bañados en ellas cuando se marchó.

—Adelante señora, tiene mi atención –le dije con amabilidad.

—Un primo de Juan Ramón, tío mío por cierto, se casó con una muchacha de Gibraleón. ¿Conoces Gibraleón? –No esperó a que llegara mi respuesta y continuó sin importarle si yo conocía el pueblo o no—. Un hijo de ellos se ennovió con una de tu pueblo; creo que la llamaban "la perejila", ¿te suena?

—¿Antonia, la perejila? –pregunté asombrado— ¡Claro que la conozco, es mi abuela!

La mujer que me había otorgado el rango de pariente del premio Nobel se marchó sin decir nada más, dejándome instalado en el asombro. La vi caminando calle abajo apoyada en el rústico bastón y, en el silencio de aquel medio día, le lancé un beso y le di las gracias por obligarme a escuchar su historia. Recordé a Virgilio cuando decía que "lo que ha de suceder, sucederá.”

Acababa de descubrir que mi abuela paterna había estado emparentada con el insigne escritor y el apellido Jiménez que ostentaba en tercer lugar, pasaría en orgullo e importancia a ser el primero al venir de tan ilustre cuna. Ahora entendía el afán de mis genes por recuperar mis raíces, llevándome a la fuente de las mismas.

Cruce la calle y entré en lo que a partir de ahora denominé la casa de mi pariente. Absorto paseé por sus habitaciones. Me detuve ante su escritorio de madera oscura y lo imaginé allí sentado, sacando de la nada a un burro suave con ojos de cristal.

Después, salí a la calle y eché una última mirada a su hogar, que a partir de ese momento fue un poco mío. Levanté la vista; no había una nube. El color turquesa del cielo contrastaba con el blanco inmaculado de las casas y recordé que un día, él había visto lo mismo que yo:

“Cuando yo era niñodios

era Moguer, este pueblo,

una blanca maravilla;

La luz con el tiempo dentro”

Recité en voz baja antes de encaminarme al coche.

Ahora, delante de mi portatil intento poner en orden las ideas y las sensaciones que despertaron mi viaje a Moguer, la patria chica de mi pariente. Se me llena la boca con solo decirlo.

—Mi pariente –repito en alto para que hasta las paredes sepan de dónde provengo.

Sé que no conseguiré escribir como él, pero sí sé que puedo sentir como él.



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