El Patio



                                                 Patio cordobés - Obra de María José Pastorín Sánchez

   Sentado en una silla de enea con la cabeza baja y el bastón entre las manos, contemplo la vida pasar. La artrosis me ha dejado con poca movilidad y desde entonces, me dedico a recordar viejos tiempos en mi Córdoba natal.

   He nacido en el Alcázar Viejo y este lugar ha tenido color incluso cuando la vida era en blanco y negro. Geranios, rosas, jazmines, helechos y naranjos, enredaderas y siemprevivas adornan cada centímetro cuadrado de sus calles, dándole un aspecto alegre y un perfume único. 


Un día dijeron que sus patios eran Patrimonio de la Humanidad. Seguro que sí, a pesar de que ninguna de las mujeres de este barrio lo adornara para eso.  Es cierto que desde que tengo uso de razón, la rivalidad entre las vecinas ayudaron a conseguir que este barrio durante la primavera sea el más visitado del mundo. Mi mujer fue una de ellas, siempre pendiente de cada maceta. Las mimaba y les ponía nombre. Ahora, que ella no está, son mis hijas las que se encargan de las flores. Es mi lugar de reposo,  el sitio donde las remembranzas se agolpan y cada primavera, esos recuerdos quedan expuestos a los turistas. Mi patio  se abre al público para mostrar la obra de mi Manuela.

   Cuántas tardes de guitarra y cante hemos pasado aquí. Mis amigos, a los que evoco con añoranza y que me dejaron hace algún tiempo: Pedro el Templao rasgaba su guitarra como los mismísimos ángeles, Paco el Chico con su voz quebrada por la emoción cada vez que se arrancaba por soleares. 

Recuerdo aquellos atardeceres a base de chatos de vino y jamón, de los que colgaban en el doblaos después de la matanza y no los que me traen mis hijas en sobres sin aire. ¡Aquellos sí sabían bien! Recuerdo, cuando era joven y la artritis aún no tenía receta médica, el taconeo de mis botas que acompañaban al cante. Bailaba para ella, para mi mujer que asomada a la reja  y enmarcada de flores me sonreía mientras preparaba unas tapas para todos.

 —¡Morena!, –le grité más de una vez-. Si Julio Romero de Torres te hubiera visto tras esa reja, estarías en un museo. 

Ella me sonreía y esa sonrisa alumbraba el atardecer, haciendo ocultarse al sol de pura verguenza. ¡Ay, mi Manuela!

—¡Papá, entra en casa! Vamos a abrir el patio que ha llegado un autobús de turistas –me grita mi hija  cada día del mes de mayo, y  solo estamos a tres.

 Me levanto con trabajo y resignado me despido hasta el día siguiente. Otros ocuparán mi sitio, llevándose sus recuerdos y los míos. Los míos siempre presentes, los de ellos, solo sonrisas suspendidas entre flores, que olvidarán dentro de algún cajón, porque a sus reminiscencias les falta vida. 


Miro por última vez un rincón y agarrándome al bastón me acerco despacio, cuesta alcanzar las metas. Una maceta de geranios rojos me llama. En el barro pintado un nombre: Manuela. Acaricio el tiesto que sirvió de recipiente a sus cenizas que me traje a escondidas cuando nadie me veía. Para todos mi Manuela reposa en el cementerio de Córdoba, al lado de sus padres. Pero no es verdad, ella se encuentra en cada tiesto, forma parte de cada flor de este patio. Me acompaña cada día en mi vejez, esperando poder reunirnos. Cada primavera comienzo la cuenta atrás de mi vida deseando que sea la última.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un domingo diferente

Mi identidad

Cuento: Un Judío en el califato de Córdoba.