Despido improcedente.



Era la mejor tiradora de la Compañía, una profesional, y las personas que la contrataban lo sabían. A ella no le importaba quienes fuesen, ni sus motivos. Cuando le asignaban una tarea, ya conocían sus métodos: nada de nombres, nada de fotos. Solo necesitaba una hora y un lugar. Nunca fallaba y nunca dejaba un trabajo a medias.

Aquella tarde ya se encontraba en posición. El teléfono que le habían dejado en el lugar convenido, y del que se desharía más tarde, comenzó a sonar. Solo necesitaba un detalle: la indumentaria de su diana.

Como norma sin excepción, siempre disparaba desde atrás. La ética que aún le quedaba, le impedía mirar la cara del objetivo. Ella lo veía como una nuca más, entre el montón que se movían por la calle.

—Bien. —Fue su escueta respuesta. Se guardó el móvil.



Levantó el rifle y lo apoyó en la barandilla de piedra de la terraza en la que estaba situada. Lo acercó al rostro. Observó la vestimenta de los transeúntes hasta que apareció su objetivo. Le identificó y disparó. Segura de no haber fallado, guardó el arma, recogió el casquillo y tranquila, bajó los seis pisos que le separaban de la calle. Sabía que tenía unos cuantos minutos para alejarse de allí antes de que hiciera acto de presencia la policía. Sin embargo, ese día habían llegado antes, y cuando salió a la calle, el corro de personas que ocultaban el cadáver y al que siempre evitaba mirar, se dispersó y quedó al descubierto delante de ella. Sin querer echó una ojeada.

—¡Dios mío! —. Se llevó las manos a la boca para ahogar un grito—. ¡Mi marido!

Su mente acostumbrada a buscar salidas con rapidez, comenzó a trabajar de manera atropellada. «¿En qué estaba metido Richard para que me encargasen su muerte? » Sin detenerse a pensar, corrió al coche. Tenía que llegar a casa rápido y averiguar qué pasaba. Condujo a la máxima velocidad permitida. Pronto llegaría la policía con preguntas, y ella debería conocer cada respuesta para salir indemne. Más tarde se encargaría de ajustar cuentas.

Mientras llegaba a su destino, pensó en su marido. Era cirujano y trabajaba en el Austin Hospital. Una buena persona. Nunca se enteró de las actividades de su mujer, siempre le mantuvo al margen. Una lágrima corrió por la mejilla y se la limpió con un manotazo. Ella le quería, pero ahora no podía permitirse llorar, ya tendría tiempo después, cuando hubiera resuelto aquel embrollo.

Cuando entró en su  casa fue directa al despacho. Accedió al ordenador. Debía darse prisa y buscar el motivo por el que yacía muerto en medio de la calle.

—¿En qué estabas metido, cariño?

Nerviosa revisó los archivos. Nada. En sus cuentas tampoco. El tiempo apremiaba y se encontraba como al principio. Cuando registraba su mesa, en el fondo del último cajón, encontró un papel arrugado, hecho una bola. Se trataba de una póliza de un seguro, firmada una semana antes. Ella era la única beneficiaria.

—¡Veinte millones de dólares! —casi gritó.

Lo comprendió en un instante. Richard solo había sido el instrumento. La víctima era ella; le habían tendido una trampa. Reconoció el nombre y la sede de la aseguradora. Era una tapadera de la Compañía que utilizaban para asuntos turbios.

Sonó el timbre.

—Señora Marshall, es la policía. Por favor, abra. —oyó gritar a través de la puerta.

Lo habían previsto todo. Ya era tarde para fabricarse una coartada y borrar las huellas de sus actividades.

—Me quieren fuera. No les gustó mi última advertencia sobre la venta de armas a terroristas —dijo sarcástica, mientras subía los escalones de dos en dos en busca del armario dónde guardaba el material de emergencia—. ¡Pues hay otras maneras de hacerlo! Podrían haberme mandado un burofax, como a todo el mundo. De todas maneras, me doy por enterada. Aún me quedan quince días de pre aviso y esos se los regalo a la Compañía. Trabajaré gratis, y sé por dónde empezar.

Recogió la bolsa con documentación, dinero y armas, y salió por la ventana del baño, trepando hasta el tejado. La noche con su manto oscuro cubrió su huida.

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