El error de Margaret.
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Playa de Benagil en Portugal - Foto de Gema Hinojosa Jiménez. |
La furiosa Margaret embarcó en el
Neptuno, escoltada por Lord Forbes, su flamante marido y primo de la reina
Victoria. Media hora antes, iracundo, la había sacado de la iglesia a
empellones cuando ella le confesó, después de la ceremonia en la que se
convirtieron en esposos, que no pensaba acompañarle a Irlanda.
La tripulación al completo
llenaba jarras de ron y celebraban los esponsales de su capitán cuando les
vieron subir. La manera como embarcaron,
enmudeció a la tripulación que les observaron sin saber que estaba ocurriendo. Ella, desafiante, levantó la barbilla y les miró. Ninguno de aquellos aguerridos marineros se atrevió a decir nada.
Después, cada vez más furiosa se enfrento a su marido.
—Por mí os podéis ir al infierno.
—Allí estoy, gracias a vos —dijo
entre dientes y en un tono cortante—. Me engañasteis. La arpía que tengo
delante, no es la dulce joven de la que
me enamoré .
A pesar de aparentar enfado,
Margaret estaba asustada. La ansiedad, por todo lo acaecido, apenas la dejaba
respirar y el encorsetado vestido de novia tampoco la ayudaba mucho. La
situación se le escapaba de las manos. Su marido había ordenado levar el ancla
y salir del puerto. Pocas esperanzas le quedaban de hacerle entrar en razón y
que la devolviera a tierra, con su padre.
Se revolvió como una fiera, dispuesta
a sacar las zarpas, cuando le vio acercarse.
—Obligadme a permanecer con vos, pero
jamás seré vuestra por propia voluntad, tendréis que forzarme—balbuceó.
Arthur Forbes apretó los puños y
sus ojos se convirtieron en dos acerados témpanos.
—No os necesito en mi cama,
señora, ya tengo quien me la caliente. Ahora bien, habéis hecho una promesa
ante Dios que tendréis que cumplir —sonrió sarcástico— Viviremos juntos hasta
que la muerte nos separe. —Se fue acercando lentamente a ella con su altura
impresionante, Margaret pareció menguar. Cuando la tuvo a pocos centímetros le
susurró— no obstante, si estáis pensando en
acortar ese tiempo, saltando por la borda, olvidadlo, o haréis el viaje
atada al trinquete. Y ahora, callad de una vez e id a vuestros aposentos, en
estos momentos no deseo estar cerca de vuestra presencia. —Le dio la espalda y
golpeó con furia el palo mayor.
Margaret, vencida y cada vez más
consciente de su destino, cayó al suelo, desmayada. Arthur acudió solícito y
vio que, apenas respiraba. En brazos, la bajó al camarote y la tendió sobre la cama. Desenvainó la daga
y le cortó el corpiño, dejando el pecho descubierto, mientras maldecía las
modas femeninas. Un segundo después, Margaret, inspiró profundamente, tosió y abrió los ojos. Al verle tan cerca y
sentir sus senos desnudos, gritó tapándose con la colcha.
—Tranquilizaos. Prefiero dormir
con una jauría de lobos a pasar un instante con vos. No os he tocado y no
pienso hacerlo.
El desprecio de su esposo era una
herida en el corazón de Margaret porque aún le amaba. Pero lo ocurrido, el día
anterior a su boda, había dado al traste con su felicidad.
Arthur no podía estar cerca de
ella sin pensar en acariciarla y salió dando un portazo y dejando a una
desconsolada joven que se dedicó a recrear el momento en el que su prometido y
el conde de Davenport se mofaban de ella.
—«Es una hembra fuerte, de buen linaje. Se adaptará a las tierras altas
—rió el conde
—Sí, me ha salido cara, pero podré usarla para criar. —Le había
contestado Arthur.»
Quiso anular la boda, pero su
padre, avergonzado, le confesó que su prometido había pagado todas sus deudas de
juego. Se dio cuenta de que el conde la había comprado.
La puerta se abrió de nuevo dando
paso a su esposo que le traía la capa.
—Decidme el porqué y os dejaré en
paz, para siempre. Dadme una razón para ese cambio repentino.
Ella se levantó del lecho,
aún sollozando, pero el dolor hizo que
se limpiase las lágrimas de un manotazo. No quería que la viera así.
— ¡Me comprasteis como a una
ramera!, —le gritó Margaret—. Os oí hablar con el conde Davenport el día antes
de nuestra boda, y mi padre no lo negó —le
escupió desafiante.
Él la miró unos minutos primero con asombro y después, una sonrisa de comprensión apareció en su
rostro.
—Compré al conde una yegua, era vuestro regalo de bodas, y si saqué de un
apuro a vuestro padre, pagando unas deudas de juego, lo hice por vos. No quería
ver preocupación en vuestro rostro por los problemas de vuestro padre.
«¡Cómo he podido estar tan ciega!¡¿Qué
he hecho?! », abatida,
bajó la cabeza. Había perdido a su
marido por un error.
—Lo siento. Yo creí que…—apenas
podía hablar. —Sé que no tengo perdón. He
sido tan estúpida. Pero…os amo y al escuchar aquello pensé…
Arthur, en dos zancadas, se puso
a su lado y la abrazó.
—Hubiera regalado toda mi fortuna
por oíros decir eso. Yo nunca dejé de amaros— y le alzó el rostro—. Cariño,
dejad de escuchar detrás de las puertas, como veis, trae muchos problemas —dijo
su esposo sonriendo, antes de que sus labios se unieran.
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