Mis inolvidables vacaciones de 1995



¿Nunca habéis oído la expresión: “si lo sé no vengo”? Pues eso es  lo que pensé cuando vi el dichoso hotel.
Soy poco amiga de fríos y me convencieron, no sé cómo, de cambiar mis vacaciones estivales de tumbona, playa y chiringuitos, por un viaje a algún lugar del norte de Europa.
—Hagamos algo diferente —comentó de una de mis  amigas.
Accedí a regañadientes y me hicieron prometer  que lo dejaría  todo en sus manos. Esta vez,  ellas se encargarían de contratar el paquete vacacional. Yo era siempre la que preparaba los viajes: Caribe, cayos de Florida, Ribera Maya, Canarias y Cádiz  eran nuestros  destinos habituales. Nunca se habían quejado. Bueno, había algunas protestas de vez en cuando, por el calor y la repetición de lugares, pero siempre eran acalladas por los maravillosos hoteles que conseguía y  lo descansadas que volvíamos: todo el día de la playa a  la piscina y de hamaca en hamaca.

El uno de septiembre emprendimos  nuestro viaje   a Nuuk,  según dijeron sería algo espectacular.
—¿Se puede saber dónde está ese sitio? —pregunté cuando me enteré del destino.
—Está en Groenlandia, pero no te asustes, aún  es verano.
Debería haberme mosqueado  con ese “no te asustes”, pero no lo hice y como una incauta me dije que mis amigas cumplirían con mis expectativas de la misma manera que yo lo  había realizado con las suyas durante los años anteriores. 
Cuando hice la maleta metí, por inercia y por si acaso, los bikinis y el bronceador. ¡Qué poco sabía lo que me esperaba! También ropa de abrigo, por supuesto, soy una mujer friolera a más no poder —ni siquiera la naturaleza me  ha obsequiado  con un miserable sofoco cuando he empezado  con la menopausia— y   el  solo nombre de la región que nos acogería me recordó a las rígidas merluzas que veía en los congeladores del supermercado.
Una vez en el avión, mis dos compañeras de viajes se dedicaron a cuchichear y reír. Cuando les pregunté  cuál era el chiste, solo me respondieron que iba a tener unas vacaciones inolvidables. En eso no mintieron. Han pasado veinte años y aún las tengo muy presente.
Un taxi nos llevaba desde el aeropuerto a nuestro lugar de solaz y aunque hacía frío, el sol lucía esplendoroso. Comenzaba a relajarme, admirando el paisaje nevado, cuando vi que el coche se encaminaba hacia un edificio que apenas se distinguía debido al destello que emitía al incidir el sol sobre él.
—¿Qué es eso? Con el reflejo no veo nada.
—Ese es nuestro hotel, ¿no es una chulada?
Una nube viajera que pasó por allí dejó el edificio a la sombra y a mí con la boca abierta un palmo.
Era un hotel construido con bloques de hielo.  Cuando me apeé y entramos,  me quedé literalmente fría, todo alrededor estaba hecho de agua congelada. En aquel momento pensé en mi secador, en las tenazas para el pelo y en la manta eléctrica con la que había cargado para estar calentita. ¿Cómo iba a utilizarlos? «Esta gente me denuncian  por destrucción de la propiedad y me harán pagar los desperfectos», pensé. 
Además, nada más poner el pie en mi habitación y ver  la cama helada, entendí de dónde venía la palabra frigidez.  Allí, de ligar nada, se le quitaban las ganas hasta al mismísimo Casanova.
Soporté todas las vacaciones con el pelo encrespado, comiendo con las manoplas puestas, durmiendo con cinco pares de calcetines y el abrigo de visón, heredado de una tía. Mis “pre-menopáusicas” amigas de treinta años, no sacaron el abanico ni una sola vez, encantadas de no tener que soportar ni gota de calor.
Pasé casi toda la primera semana renegando en arameo y me prometí que jamás decidiría por nadie las vacaciones, para que llegado el día, como me había ocurrido esta vez, alguien pudiera decidirlas por mí.  No lo cumplí, porque hubo un hecho que acabó con esos propósitos. 
Al final de la primera semana se me acercó un noruego de esos “de échale pan y moja” con el tamaño de  un armario de tres puertas –debía ser descendiente de Erik el Rojo—, al que  le hizo gracia la diminuta española forrada en visón y con el gorro calado hasta las orejas y emprendió la tarea de conquistarme. El muchacho puso mucho empeño  ya que hoy vivo trescientos cincuenta días al año en  el país de los vikingos, pasmada de frío, pero eso sí, enamorada. Los quince días restantes, en el mes de julio, los pasamos en Écija. Hans, mi marido, dice que esas vacaciones son una venganza. Yo sonrío y le digo que solo es necesidad de calor humano al amparo del aire acondicionado.

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