Ocupando mi lugar

Ternura - Obra de Oswaldo Guayasamin

Esa mañana estaba cansada. Una vez que su marido se fue al trabajo y  los chicos al colegio, se sentó a tomar un café. El día anterior había ido al médico a recoger unos análisis, pero ninguno de los miembros de la familia le había preguntado si se encontraba bien. A simple vista parecía no importarles. Sabía que eso no era cierto y no debía ser injusta con ellos, pero la dejadez en la que se habían instalado  empezaba a ser preocupante. Toda su vida giraba en torno a ellos y, desde hacía bastante tiempo,  cuando regresaban apenas le prestaban atención, cada cual dedicado a sus menesteres: el marido en el ordenador, el niño con la play y su hija con el móvil. Terminó el café,  dejó a un lado los negros pensamientos  y decidió meterse de lleno en la rutina diaria. Por la noche, a la hora de la cena, sacaría el tema sobre cómo se sentía  y exigiría algo de comprensión. Se levantó del taburete, dejó la taza en el lavavajillas y algo deprimida se encaminó hacia los dormitorios. Ya sabía lo iba a encontrar.


En su alcoba, Juan había dejado el traje arrugado encima de la butaca, la camisa y la ropa interior en el suelo del cuarto de baño, crema de afeitar regada por el lavabo y los tapones de gel y champú tirados en el fondo de la bañera.  ¡Cómo cada día!

El cuarto de su hija no estaba mejor. Había dejado  la cama sin hacer y medio armario encima de ésta. Esa mañana como casi todas, se había enfrentado a la terrible decisión de no saber que ponerse para ir al instituto.   

Su paciencia se agotó cuando pasó ante el cuarto del niño. La ropa del día anterior regando el piso mezclada con algunas camisetas limpias y que no se había dignado guardar; libros de textos desparramados por el escritorio y sobre la cama; la mesilla de noche llena de tazos, chapas, mandos de play, juego de psp, cromos de fútbol…

—¡Aquí no cabe ni el polvo!— gritó desesperada.

Comenzó a recoger y, cuando iba  a echar mano al calcetín que muy amablemente su vástago había mandado debajo de la cama, se dio cuenta  de que no tenía  el porqué realizar  esa labor.

—¡Soy  esposa y madre, ni una esclava ni una criada gratis!
              
            Dejó caer todo lo que tenía en las manos y decidió tomar medidas. Se sentó en la cocina con el bloc de notas  y escribió:

“Debido a mi total desacuerdo con la jornada laboral y la  función a la que he sido relegada en esta casa, una chacha a tiempo completo sin sueldo,  creo conveniente manifestar  mis reivindicaciones  para un cambio de esta situación. Por ello quiero las siguientes mejoras:
1.        No volveré a recoger una prenda de ningún dormitorio. Lo que no esté  en el cesto de la ropa, no se lavará.
2.       Todos aprenderán el manejo de los electrodomésticos de la casa, ya que he notado que  cada uno, sin excepción, es un hacha en las nuevas tecnologías.
3.       Los dormitorios son asunto  de cada usuario del mismo, a excepción del de matrimonio, en el que tarea será compartida o alternativa. Si este punto no se cumpliera, al finalizar la semana habrá sanciones para el infractor. No habrá excepciones por  edad.
4.       Después del planchado, cada uno  recogerá  y guardará  su ropa.

—Este es un buen punto. Por algo soy abogada, aunque lleve quince años sin ejercer —se dijo. Estaba  cansada que después de 20 años viviendo con Juan, cada día le preguntase dónde estaban los calcetines. Sería la manera de que aprendiera de una vez. Esa misma mañana cuándo volvió a formular, por millonésima vez, lo mismo y le contestó que mirara en su sitio habitual,  el microonda, ni siquiera se inmutó y esperó, sabiendo que iría a dárselos  en la mano.

—Empezaré  a delegar responsabilidades —dijo en voz alta.
     
      Delegar era  una palabra que  su señor esposo usaba habitualmente hablando del trabajo y de su jefe y parecía que le agradaba que le asignaran  nuevas competencias. ¡Pues también las iba a tener en casa! Se pondría contento cuando le dijera que te iba a ser el  responsable de un montón de tareas importantísimas y que esperaba lo mejor de él. Sonrió al pensarlo y siguió escribiendo.
5.                  Las tareas domesticas comunes se repartirán  de forma equitativa dependiendo de horarios y  gustos. En caso de no haber acuerdos  se harán por sorteo y serán cambiadas todos los meses.
6.           Por último, si  hubiese  otras reivindicaciones se discutirán  dentro del marco de la negociación.

Si no se aceptan y firman las peticiones estimaré oportuno ponerme en huelga a partir de las 21 horas  del día de hoy  y continuará  mientras no haya un entendimiento y aceptación de todas las partes. No se cubrirán los  servicios mínimos y  no se admitirá  ningún tipo de presión psicológica  o chantaje emocional por parte de cualquiera de los miembros.

Dejó el bolígrafo en la encimera y se levantó.   Ya más activa recogió los dormitorios, limpió los baños, arregló el comedor y la salita,  preparó la cena, ninguno venía a comer, y dejó la mesa puesta. Al lado de cada plato colocó una copia del convenio y un bolígrafo.

A eso de la una y media se arregló y se fue a dar una vuelta. Tomó  un sándwich  y un café, estuvo de compras y se metió en un cine. Al salir miró el teléfono,  se encontró con  ochenta llamadas perdidas de su casa y regresó sin devolver ni una. 
mi madre.

Cuando abrió la puerta se dirigió al salón donde su familia seguía, como cada tarde, entregada a sus tareas de relajación, no parecían muy preocupados.  Sonrió  y muy amablemente les preguntó:

—¿Habéis leído lo que os dejé y lo habéis  firmado?
                 
           Hubo un momento de  silencio  que se rompió cuando los tres comenzaron a hablar  al mismo tiempo. Levantó la mano y  les mandó callar. Miró a su marido

—¿Juan?

 –Dime Ascen, ¿dónde has estado?, no importa.  La cena estaba buena, aunque si la hubieras preparado por la tarde habría ganado mucho.  Me voy a la cama que  mañana madrugo porque tengo una reunión muy importante. Déjame preparado el traje azul y la camisa de rayas. De todas maneras te lo dejé dicho en un mensaje del móvil. ¿Lo leíste?
Ella  no contestó y  dirigió la vista hacia su hija de 14 años

—Adelante  Julia, dime

—¡No está planchada la camiseta que te dije! Es la que pensaba ponerme mañana, ¿me la plancharás esta noche?

—¿Dónde la dejaste?

—¡Te la dejé encima de la cama! —la chica estaba gritándole lo que ella consideraba una obviedad. Su madre tuvo la visión de la cama y la cantidad de ropa que veía cada día sobre ella. Miró a su hija.  “Es mi obra, pero todo tiene arreglo en esta vida”, pensó. Enarcó una ceja y sonrió con cara inocente.

—¿Tienes alguna camiseta  para ponerte?

—Sí, pero esa es la que me queda bien con el pantalón vaquero negro…

—¡A callar! —le gritó enfadada.

Cuando miró  al niño y le dijo que no había hecho los deberes porque ella no estaba para ayudarle, su paciencia se agotó. Vio que ninguno había mostrado el  más mínimo interés en  lo había escrito, así que miró la hora  y dijo:

—Son las nueve y media. Visto lo que hay  os comunico oficialmente que estoy en huelga.
Ninguno dijo nada. Se lo habían tomado a broma. Sin decir  una palabra más  dio media vuelta y se marchó  a la cocina. Se encontró que aún los platos no los habían metido en el llavavajillas  Cerró un momento los ojos, respiró hondo y tomó una decisión. No movería un dedo por ninguno de ellos y se fue a su cuarto.

Durante los dos días siguientes se mantuvo firme y no cedió ni un ápice.  Comía fuera  y se limitaba a arreglarse su ropa. No les prestó la mínima atención a ninguno cada vez que venían con alguna queja. Juan compraba la cena ya cocinada.  La ropa se acumulaba en el cesto, que ya rebosaba, y en el fregadero no cabía un plato. Habían recurrido a la vajilla buena, ¡era el colmo!

Esa noche les dijo que se marcharía al día siguiente a visitar a su hermana hasta que hubiera algún tipo de solución. Cuando estaba haciendo el equipaje vino una comisión al dormitorio en forma de  marido y comentó que estaban de acuerdo  en  hablar. Ella  dejó la maleta y aceptó. Fue muy duro tener que enfrentarse a los suyo y no dejar que el amor que les profesaba, acabara con sus propósitos.  Cuando  las  peticiones fueron aprobadas, se levantó, dio un beso a cada uno y  les dijo que había sido un gran paso para una buena convivencia. Se marchó a preparar la cena.

A partir de ese momento  tuvo más libertad de movimiento, su casa funcionaba mejor porque todos se encargaban de no manchar ni dejar cosas por medio y consiguió romper la relación de dependencia que su  familia mantenía con ella. Además, encontró tiempo  para dedicarse a sus aficiones y  a estudiar con la intención de volver a ejercer su profesión, que dejó cuando nació su hija

Lo mejor de todo es que empezaron a valorarla, sin dejar de quererla ni una pizca por haber puesto fin a una situación injusta.

—A veces no queda más remedio que cerrar el corazón  y actuar—. Una sonrisa se dibujo en su rostro.





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