En busca del maná.


Pintura solidaria - Ángeles Perteguer

   E
ra noche cerrada y el color oscuro de su piel apenas la distinguía del entorno. Solo el blanco de sus enormes ojos era visible.

   Massé, sentada en la playa, pensaba en la familia que había dejado atrás y en el gasto que había supuesto pagarle el viaje. Habían tenido que desprenderse de todo el ganado y recurrir a uno de los jefecillos locales, que les puso en contacto con alguien que se dedicaba al transporte de seres humanos hacia Europa. Ya le habían advertido que cuando llegara tendría que trabajar duro  para pagar la deuda. Era una cantidad tan grande que ni siquiera ella sabía cuantificar.


   En compañía de otras personas había recorrido un largo camino a pie, pasando hambre y en condiciones precarias. Un par de semanas más tarde llegaron a su destino, una playa de Marruecos.



   Massé miraba el mar, que se extendía frente a ella, y pensaba en la libertad que supondría cruzar al otro lado; a una tierra donde tendría la oportunidad de conseguir comida y una vida mejor para su hijo, que desde hacía rato no paraba de llorar. Había intentado darle de mamar pero ya no le quedaba leche. La falta de sustento de ella había dejado a ambos sin nada que llevarse a la boca. Un hombre la miró enfadado.

   —¡Cállale, nos van a descubrir! -la increpó.

   Ella no paraba de intentarlo, acunándolo en sus brazos y cantándole bajito, pero sabía que el hambre no desaparecería con una nana. Al final, el niño, de puro cansancio, se quedó dormido.

   A oscuras, pensaba en las razones para estar allí y no darse media vuelta. «Todas las mujeres que conozco han perdido a sus bebés y han dejado de luchar; algunas han muerto de pena, reflexionaba en el silencio de la noche, ¡A mí no me pasará! Mi hijo vivirá. Será libre, sin el miedo de que le recluten los soldados. Tendrá una comida todos los días y asistirá a la escuela. Se convertirá en alguien importante y entonces podrá ayudar a nuestro pueblo. Mi padre se sentirá orgulloso de él».

   Llegó el momento de subir a bordo y Massé se dirigió a la orilla con el niño en brazos. Observó al grupo que embarcaría con ella. Había muchas mujeres  con pequeños, que cobijaban dentro de sus ropas, protegiéndolos del frío y la humedad, que calaban hasta los huesos. Observó a los hombres  que subían a la barcaza. Vio  preocupación en sus rostros. Miraban un cielo negro como el carbón. Esa noche ni una estrella se atrevía a salir.


   —Somos muchos. El barco es demasiado pequeño para tanta gente —oyó susurrar a alguien detrás de ella.

   Massé sintió miedo, pero ya no había marcha atrás. La suerte debía decidir si estaba de su lado o no.

   Llevaban un par de horas navegando cuando se desató una tormenta. Las olas les pasaban por encima y apenas podían mantenerse dentro. En una de las embestidas, la lancha escoró y Massé y algunos de sus compañeros cayeron al mar.
Patera infernal - Obra de Germán R Rubio.

   Se vio sumergida en las frías aguas, aún con su hijo en los brazos, gracias a que lo llevaba atado dentro de la ropa. Pudo sacar la cabeza y agarrarse a una boya naranja que había caído del barco. No muy lejos divisó la patera con algunas personas dentro. Gritó para que la oyeran, pero con el ruido de los truenos parecía imposible que pudieran localizarla.

   —Lo intenté, mi pequeño Safir.

   Fueron sus últimas palabras. Besó el pequeño rostro silencioso que intuyó ya sin vida y esperó a que el mar se los tragara. Ocurrió. Una ola  se cerró sobre ambos y comenzaron el descenso, lento y consciente hacia la tumba húmeda y oscura que aquel enfadado monstruo les tenía asignada.


   En su aldea jamás supieron del destino de Massé y Safir. Nadie se preocupó de avisar a la familia. Decirles, que aquella muchacha inquieta que se negaba a aceptar su situación, nunca llegó a cumplir sus sueños. Ellos siguieron creyendo que habían llegado a la tierra prometida y gozaban de una vida mejor. Quizás no se equivocaban del todo.

   Al amanecer, un barco localizó la patera y acudió en su ayuda. Antonio, guardia civil, repartió mantas y agua a las pocas personas que habían rescatado y que ya se encontraban en el barco de Salvamento Marítimo. Desolado les miraba sin terminar de acostumbrarse a esa situación.

   —¡Maldita sea! ¿Cuándo se darán cuenta de que hay que salvar a estas pobres gentes sin que arriesguen su vida a diario? 


Miró a una mujer que acurrucaba a un niño de unos diez años y pensó en la suya, en casa durmiendo bajo de un edredón de plumas. Pensó en sus hijos, a los que no les faltaba de nada. Unas lágrimas asomaron a sus ojos.

   Se alejó del grupo en busca de soledad y, contemplando la inmensidad de aquel mar que tantas vidas había segado,  rezó.

   —Padre nuestro, si existes, acoge en tu seno a todos aquellos que han muerto esta noche persiguiendo un sueño.
  
  Cerró los puños enfadado mirando aquel mar inhóspito y pensando que nunca se sabría a cuántas personas se habría llevado hasta el fondo. El Mediterráneo se había convertido en una gigantesca tumba a la que nadie traía flores.



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