Un traspiés
Corría hacia el autobús cuando un agujero en la acera me
frenó de golpe dejándome con un tacón roto, el pie hinchado y mi blanca falda
de Zara hecha unos zorros. El fiasco y la
vergüenza eran tal que, aunque no quería, aparecieron las primeras lágrimas.
Una suave presión en el brazo y un leve tirón me obligaron a
levantarme. Un chico de pelo largo, ojos claros y sonrisa de “en tu casa o en la mía” fue el
responsable de que no siguiera tirada por los suelos, llorando.
—¿Te has hecho daño? ¿Te llevo a alguna parte? —. Su voz
tranquila y calmada me hizo sentir algo más que el pulso en el tobillo, y que por cierto, comenzaba a doler a lo bestia.
—No, gracias. Cogeré un taxi y me iré a casa. Será lo mejor
—dije sin reflexionar.
«¿Por qué tengo la lengua tan suelta? Seguro que acabo de perder al hombre de mi
vida por no saber mantener la boca cerrada», me dije con pesar.
—El pie está muy hinchado
y no tiene buen aspecto. Deberías ir a que te lo miren.
—Ya—dije observando mi extremidad—. Seguro que una noche de
descanso y estará como nuevo —era imposible remediar lo
irremediable. Me serviría de lección para la siguiente vez que me cayera.
Me ayudó a caminar hasta el bordillo de la acera, levantó la mano y paró a un taxi.
Con caballerosidad, abrió la puerta y me ayudo a sentarme.
—Nos veremos pronto —dijo al cerrar con una sonrisa
enigmática.
—Seguro que sí, te espero en el siguiente socavón o en la
otra vida —contesté a través del cristal.
Cuando el taxi arrancó, vi una sonrisa preciosa y me supo mal
despedirme de aquel guapo treintañero de
mirada y sonrisa dulce. Siempre conozco a los hombres a destiempo, me dije pesarosa
de camino a casa.
Cuando llegué al portal tenía el pie como una bota y decidí
hacer caso a mi caritativo amigo y
acudir a mi hospital de referencia. El taxista me dejó
a las puertas de Urgencia.
Cojeando conseguí presentarme en la ventanilla de admisión.
Entregué la cartilla y conté lo que me había sucedido. Después de que
rellenaran mi ficha me dijeron lo de
siempre: “Siéntese y espere a que la llamen por megafonía.”
Armándome de paciencia y muy despacio me dirigí a la sala de
espera. Aún no había terminado de tomar
asiento cuando a
través de los altavoces oí que me llamaban.
—¡María Martín Rodríguez acuda al box número dos!, —gritó la
voz— ¡María Martín Rodríguez, box
número dos!, —volvió a repetir.
¡Ya voy, ya voy! Intenté correr sin mucho éxito. La gente, aplastada en las incomodas sillas de
plástico, me miraba intrigada, supongo que preguntándose si yo estaría tan grave. A fin
de cuentas acababa de llegar y seguro que ellos llevaban muchas horas aguardando.
Abrí la puerta que conducía a los boxes. Con trabajo, y sin
apenas apoyar el pie, llegué hasta allí
y me senté en la camilla. Miraba mi pie lesionado cuando oí una voz conocida y levanté la vista asombrada.
—¡Te dije que nos volveríamos a ver! —dijo sonriendo mi buen
samaritano vestido con un pijama verde.
—¿Cómo sabías que …? ¡Es una ciudad, pequeña, pero …!—
asombrada intenté terminar una frase con algo de coherencia.
—Acabo de llegar a la ciudad y vivo en tu edificio, en el
quinto. Ya me había fijado en ti. Esta
mañana estaba de compras por el centro, en esta ciudad tampoco hay muchos más lugares donde poder ir
a gastar dinero. No te dije nada porque
te vi poco receptiva. Así que pensé que si decidías venir al hospital te estaría esperando. En
caso contrario, cuando estuvieras mejor, me presentaría. Llevo unos días
armándome de valor para hablar contigo e invitarte a cenar. —Se acercó y me
ofreció la mano—. Hola, soy Juan Martín, tu vecino del tercero y el encargado
de ponerte ese pie en condiciones óptima.
Nunca pensé que daría
las gracias al Ayuntamiento por tener las aceras hechas un asco. Hoy,
después un par de radiografías, quince
días con escayola y tres años de relación me caso con Juan, mi traumatólogo de
cabecera, que se encargará a partir de ahora
de sujetarme para evitar que meta la pata de nuevo.
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