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Mostrando entradas de octubre, 2015

Halloween: Reivindicando a los malos.

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Cenicienta y el móvil de cristal. Cenicienta era una joven de 15 años, huérfana de madre desde lo seis y desde entonces,  había estado a cargo de Manuela, la asistenta. El padre de la niña, cansado de la soledad y la pena que le embargaba cuando llegaba  su casa, permanecía en el trabajo más horas de las necesarias y para compensar sus ausencias compraba el cariño de su hija a base de regalos, La niña tenía todo aquello que deseaba, incluso antes de pedirlo. Esas circunstancias moldearon su carácter  y  con el tiempo se había convertido en una cría engreída, indomable y  malcriada.

Volver a verte.

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Equipaje- Cristobal Toral Todo está empaquetado y las cajas se apilan en las habitaciones. —Reliquias de unas vida que irán a parar a un trastero, según les oí comentar a los chicos. ¡Qué más da! Tanto la casa como lo demás dejarán de ser míos muy pronto. ¿Qué importan unos cuantos cachivaches comparado con todo lo que atesoro en mi memoria?Ese trastero sí que está lleno y se viene conmigo. Después de dar una vuelta por las habitaciones vacías, coge un vaso de agua y las pastillas de la cocina y se dirige al salón. —Esperaré a que vengan a por mí. No creo que tarden.

Robos en el pueblo.

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—¿Dónde estará mi alianza? —se preguntaba doña Claudia. Estaba segura de que la había dejado encima de la cómoda la noche anterior.  Últimamente estaba perdiendo la cabeza, se dijo dando vueltas por la habitación. Sentada en la cama con el joyero en el regazo contabilizó las cosas que le faltaban en los últimos tiempos: una pulsera  de oro, heredada de su madre, que se había puesto un par de semanas antes y que no recordaba haber guardado. También echaba de menos una medalla de oro de la Ntra. Sra. de Fátima que le había regalado una sobrina. Recordó habérsela puesto para asistir a la novena de la Virgen. Un par de anillos, el de la piedra Alejandrita —muy cara—, regalo de su difunto marido en la pedida de mano,   el  anillo con la turquesa, y ahora la alianza.

Al pie de la letra.

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En un lugar, dejado de la mano de Dios y a expensas de la naturaleza, vivía una pequeña tribu sin reglas escritas o impuestas. A pesar de eso, la vida de sus apacibles moradores era de lo más tranquila. Para ellos también existían los siete pecados capitales pero, a fuerza de no conocerlos, los cumplían todos. La mesura y el buen juicio estaban instalados en sus vidas y en sus corazones. Un día aparecieron por allí  un par de tipos venidos, según dijeron, de la civilización y trajeron reglas, muchas y para todos los gustos. Los moradores de aquella tribu tuvieron que aprender a vivir según todos los preceptos que les iban dando.  Todas empezaban con: No hagas, no digas, no cojas, Prohibido esto, prohibido aquello… Una mañana de invierno después de un par de semanas de frío intenso en el que los pobladores no habían podido salir de caza, un olor suculento despertó al anciano jefe de la tribu. —Por fin ha habido suerte y tenemos comida. Llamad a los visitantes y que se unan

Infieles.

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Musas bailando de Peruzzi. Había mirado  a través de los cristales hacia el mar  tormentoso que rompía a los pies del restaurante. El  cuarto vodka seguía su curso a través de  la garganta y los vapores etílicos subía a hasta su cabeza, calentando la mente.   — Me has dejado, ¿y qué? Estoy solo, pero no por mucho tiempo. Ya habrá otras — farfulló. Observó a las parejas que en otras mesas hablaban entre susurros, algunas le miraban con lástima. Se puso en pie con el vaso en la mano. —Brindo por las musas. Unas prostitutas que te muestran una buena idea y después desaparecen en mitad de la nada, llevándosela con ellas y ofreciéndosela a otros . ¡Son unas calienta mentes! Ellas yo son fieles. Yo tampoco —gritó.   Con pasos tambaleante había cruzado el salón y se sentó ante un piano que se encontraba en un rincón. —¡Qué os den! Buscad a otro incauto que os aguante. A partir de hoy dejo la escritura  y me dedico a la música.

Muerte de Catalina Xuárez.

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Llevaba diez días en Coyoacán y esa noche por fin, se celebraría la fiesta de presentación. Había llegado el momento en el que todos conocerían a Catalina Xuárez, Marquesa del Valle de Oaxaca y esposa de Hernán Cortés. Con ese nombre se habían cursado las invitaciones para lo más granado de la sociedad. Había viajado desde Cuba hasta Méjico y en el barco, antes de arribar, había escuchado que Cortés tenía una amante con la que compartía casa, lecho y bastardo y a la que  le había atribuido el papel de esposa. Catalina esperaba acabar con la situación esa noche  del 31 de octubre de 1522. El sol ya se había perdido por el horizonte cuando Catalina bajó al salón. Se encontraba ubicado en la parte posterior de la casa con ventanas que daban a un frondoso jardín. Grandes arbustos de dama de noche y jazmines perfumaban el ambiente y multitud de velas encendidas repartidas por el lugar daban una acogedora bienvenida a los invitados. En el centro de aquella suntuosa pieza, artesona

Vidas en negro.

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Manuel, en la boca del pozo número siete junto al resto de sus compañeros, esperaba en silencio la llegada del elevador que traería de vuelta al turno de noche y les bajaría a ellos a las profundidades; a la mina que cada día les robaban parte de sus vidas como pago por gozar del derecho a un plato de comida en la mesa. Después de que salieran los ennegrecidos compañeros, les tocó descender hasta la galería catorce, la más profunda, abierta hacía poco más de un mes.

El cambio.

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15 de agosto de 2115  La nieve, acumulada durante el invierno, sigue endurecida por el frío, aunque los exploradores cuentan que ya el manto helado empieza a desquebrajarse.   Aguardamos en los refugios subterráneos la llegada del buen tiempo. Es imposible salir, aún. Hace 50 años que el clima cambió. Las causas, harto conocidas ya no importan, el proceso fue irreversible. En la actualidad solo hay dos estaciones: los crudos inviernos con temperaturas por debajo de los 90º bajo cero y los tórridos veranos que sobrepasan los 70º.  Nadie sale a la superficie sin exponerse a morir de frío o a quemarse; las radiaciones solares en pleno verano son intensas; ya no existe la capa protectora que nos protegía  de ellas.

Un traspiés

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Corría hacia el autobús cuando un agujero en la acera me frenó de golpe dejándome con un tacón roto, el pie hinchado y mi blanca falda de Zara hecha unos zorros. El fiasco y  la vergüenza eran tal que, aunque no quería, aparecieron las primeras lágrimas. Una suave presión en el brazo y un leve tirón me obligaron a levantarme. Un chico de pelo largo, ojos claros y sonrisa de “en tu casa o en la mía” fue el responsable de que no siguiera tirada por los suelos, llorando. —¿Te has hecho daño? ¿Te llevo a alguna parte? —. Su voz tranquila y calmada me hizo sentir algo más que el pulso en el tobillo, y que  por cierto, comenzaba  a doler a lo bestia. —No, gracias. Cogeré un taxi y me iré a casa. Será lo mejor —dije sin reflexionar. «¿Por qué tengo la lengua tan suelta?  Seguro que acabo de perder al hombre de mi vida por no saber mantener la boca cerrada», me dije con pesar.

Solo uno.

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La opresión que siento en el pecho me obliga a aspirar el aire a bocanadas. Los ojos, fijos en el papel que tengo delante, me lloran por el empeño con que lo miro. El oído vuelto hacia el lugar por donde debe venir el sonido, intentando captarlo por encima de murmullos inquietos, asientos que crujen o hielos dando volteretas dentro de  vasos de cristal. Por unos instantes, me convierto en supersticiosa y mis manos juegan nerviosas con un llavero que algún día me ha traído suerte. Mis pies aporrean el suelo, siguiendo el ritmo de las manos. —El treinta —oigo por fin. —¡Bingo! Rompo el cartón con furia. Solo me quedaba un número: el veintinueve. La abuela se ha vuelto a llevar los dos euros del bote.

El encuentro

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Aquel domingo de primeros de mayo decidí salir de Madrid. Después de meses encerrado sin otro aliciente que el trabajo, necesitaba airearme. Así que me subí al coche y puse rumbo a la sierra de Guadarrama, era un lugar idóneo para la practicar del senderismo y en la zona había buenos  restaurantes en los que poder hincar el diente a algún plato sustancioso, una vez acabado el paseo. La mañana la pasé de caminata por senderos tapizados de hierba fresca  que serpenteaban entre bosques. No había mucha gente y me permití pensar en mi vida, últimamente volcada en el trabajo y con pocas diversiones; de momento, no había ninguna chica que bebiera los vientos por mí. Ya venía de vuelta, cuando al lado de la carretera vi un camino rural que indicaba la dirección de un restaurante y decidí probar. Cuando llegué, me tropecé con una pradera rodeada de árboles. En medio, una cabaña de madera  ostentaba el rótulo de: “el Bosque”. Hubiera pensado que estaba en la película de Heidi, a no ser