Blanca de Borbón: un problema de estado

La reina Ginebra - William Morris
     Estoy ante la disyuntiva de contar la historia real o la parte de leyenda que la acompaña,  aunque cualquiera de ellas deja a mi protagonista encerrada. La leyenda apunta a un problema de faldas y la historia a un problema de estado. A  estas alturas no importa el motivo, su condena se basó únicamente en rumores dejados caer en oídos interesados. Al final he decidido mezclar ambas, porque toda leyenda tiene su parte de historia y toda historia, con el tiempo, se convierte en leyenda. 
La mía comienza cuando acababan de trasladar a Blanca de Borbón, reina de Castilla y León, al castillo del Obispo.


     Después de un largo viaje de madrugada la confinaron en una celda que habían acomodado para ella. Un guardia vigilaba la reja y la miraba de soslayo. Era tan hermosa y tan joven que no la creía capaz de haber cometido ningún crimen por el que tuviese que ser encerrada.

     Blanca, en silencio, miraba a través de los barrotes de la ventana. Le habían comunicado que su esposo se acercaba y esperaba impasible su llegada, aunque ya no abrigaba ninguna seguridad sobre su futuro, más bien al contrario.

     Recordó la hermosa noche que habían pasado juntos; la primera después de la boda. El sueño se había acabado de golpe cuando de madrugada la habían despertado unos soldados, obligándola a vestirse delante de ellos. Su marido no se encontraba con ella y nadie quiso informarla sobre lo que ocurría. Le dijeron, únicamente, que debían partir cumpliendo órdenes del rey.

     Cuando por fin apareció el monarca ni siquiera entró, se limitó a quedarse en el vano de la puerta. Blanca alzó el mentón y fijó los ojos en él exigiéndole una explicación.

     —Señora, solo he venido a comunicaros que a partir de ahora no os quiero en la corte y permaneceréis confinada en estos aposentos. Han llegado a mis oídos rumores de que en el viaje desde Francia vuestro comportamiento fue licencioso, el de una ramera —le dijo sin mirarla.

     —¡Mienten y vos lo sabéis al igual que yo!—se defendió Blanca, pálida ante tamaña acusación.

     —Es vuestra palabras —dijo mirándose las uñas de las manos —Os quedaréis en este claustro hasta que decida qué hacer con vos. De momento,  el rey de Francia no ha pagado la dote que me prometió por casarme con vos.

     —¡Ojala no pague nunca! Ordenad a vuestros guardias que cierren esa reja porque no pienso salir de aquí —dijo señalando el rastrillo que cerraba la celda—. Me condenan con infamias ante los ojos de los hombres, que no de Dios. ¿Cómo habéis podido dudar de mi honra? ¿Acaso anoche no quedó demostrado claramente que tomabais a una virgen?

     Pedro lucía una sonrisa perversa.

     —Las pruebas de vuestra honra se han perdido. Alguien se llevó los lienzos del lecho; no hay nada que mostrar. En la corte ya se comenta que no sois tan pura como aseguró vuestro padre. Sabed que los rumores corren como la pólvora y él también duda de vuestra honestidad.

     —¿Hasta dónde seréis capaz de llegar para seguir con vuestra relación adultera?—El rey vaciló—. Sí, la conozco; me informaron sobre vuestra ramera, María de Padilla. Sabed que yo siempre tendré algo que ella nunca obtendrá, la bendición de la Iglesia y, después de anoche, Dios me premiará con un heredero a al trono. Será mi sangre la que rija el destino del reino después de vos. ¡Encerradme y marchad los dos al infierno!

    El rey le dio la espalda. Había confiado en que esta cuestión se dirimiera como un asunto de estado y no de faldas.

    —¡Cerrad y tirad la llave!—dijo sin mirarla. Si lo hubiese hecho habría visto una Blanca que altiva y digna.

     —Tarde o temprano se conocerá mi inocencia y pagaréis. Además, el Papa jamás consentirá en un divorcio.

     Cuando se marchó el rey, Pedro I de sobrenombre el Cruel, la reina lloró con amargura. El guardia apostado en la puerta la miró con pena.

     —Señora—dijo bajando el rostro mientras cerraba la reja.


     —Tengo dieciocho años, soy bella y mi padre es uno de los caballeros más poderosos de Europa; ni siquiera él ha intercedido por mí. Me entregó al mejor postor sin pensar en manos de quien me dejaba. No solo Judas se vendió por treinta monedas, mi padre lo hizo por mucho menos; consiguió un poderoso aliado para Francia y solo le costó una hija.


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