La mujer de la curva.
La Ciega - obra de Cesar G. - Pola |
Estaba sentada en una roca al lado de la carretera mientras esperaba a que mi
esposo apareciera. Una hora antes, una
grúa se había llevado el coche a un taller. Pinchamos una rueda y al ir a cambiarla descubrimos que la de repuesto también estaba sin aire.
Cada vez que el coche tenía algún problema o se quedaba sin gasolina, la culpa era mía. En el fondo es posible que fuera cierto, pero en aquel momento no quise reconocerlo. Si debía ocuparme del trabajo, las niñas, la casa no podía hacerlo también del mantenimiento del vehículo. Una es humana y tiene limitaciones. ¡¿Qué se había pensado?!
—¡Si
pinchaste, ¿por qué no dijiste nada?! ¿Cómo se te ocurre? ¡Qué tonterías digo, si siempre haces lo mismo! ¡Olvídate de cogerlo más! –me soltó mi marido sin
miramientos.
—¡Se me olvidó. Podías haber mirado tú antes de salir, si sabes que ocurre! —le grité airada. Y salí dando un portazo.
—¡Eso,
guapa, cárgate el cierre!¡Y ahora a llamar al seguro!¡Me
van a subir la prima por tu culpa!
Eso
fue lo último que le oí gritar antes de perderme dentro del pinar que
serpenteaba a un lado de la carretera y al
que habíamos ido en busca de níscalos.
El
cabreo que cogí me supuso quedarme en
tierra, ya que cuando la grúa vino en
nuestra ayuda yo seguía furiosa. Aunque oí a mi marido llamarme no le hice caso.
Solo al final, cuando me gritó enfadado
que no me esperaba más y que me volviese andando, se me ocurrió salir a la calzada,
pero para entonces la grúa y el coche habían desaparecido, así que no me quedó otra que esperar a que
volviera. Sabía que no me dejaría tirada pero que me tendría un rato
esperando como castigo.
La
verdad, en aquel momento, tampoco me
importaba mucho. Hacía buena tarde, estaba a poco más de seis kilómetros del
pueblo y el camino de acceso a nuestra finca quedaba unos metros más atrás. Allí guardábamos un todoterreno que podría utilizar para regresar.
Anocheció
enseguida. Con el enfado no había pensado que a esas alturas del año las tardes eran más cortas y en
los lugares tan poco iluminados como aquel, la caída de la noche se notaba antes.
Ya estaba oscuro cuando me dirigí a nuestra finca en busca del Nissan.
Unas
luces me deslumbraron y levanté la mano
pensando que sería Juan. El coche se
detuvo a unos metros de mí. Me acerqué pero no era él. Con asombro vi cómo el conductor subía las
ventanillas. “Este tío es tonto, soy yo la que debería tener miedo”, me dije.
—¡Aunque
me pidas que te suba, no voy hacerlo! –me gritó una voz desde el
interior del vehículo – Tengo toda la vida por delante y no voy a permitir que
me la estropees.
—¡Perdone,
no he dicho nada, ni siquiera le he pedido que se detenga! –le grité yo.
—¡Conozco
la historia y sé que después de verte, tendré un accidente!
En
ese instante comprendí que el joven se
refería a la leyenda de la chica de la curva. Me quedé parada sin poder articular palabra. ¿Qué había visto para pensar que yo…? Entonces caí en la cuenta:
carretera comarcal desierta, noche cerrada, una mujer con el pelo largo y con un vestido bastante
sucio, por cierto. “Toda la vida esquivando tontos y siempre me tropiezo con alguno”, pensé, y decidí seguir la broma. Aquél
pánfilo se lo merecía.
—¡Si
no me crees peor para ti. Pero ten
cuidado: en la siguiente curva te espera algo incierto..!
Me
salió una carcajada que en otras circunstancias hubiera sido divertida, pero
que al pobre debió erizarle el cabello.
—¡Vete
a la mierda! –fue lo último que oí antes
de que el conductor arrancara y saliera a toda pastilla dejándose los neumáticos en el asfalto.
Yo
seguí riéndome sola y me dije que sería una buena historia para la barbacoa del
sábado siguiente. Pero la risa se me heló cuando sentí una explosión detrás de la
curva por donde el coche acababa de desaparecer.
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