La historia se repite
María José, una veinteañera muy
segura de sí misma, por primera vez en su vida se sintió sola. Siempre
protegida por su familia, dudaba sobre el futuro que se abría ante ella. Un
futuro que trastocaría su vida, posiblemente, para siempre. Intentó no pensar
en ello para disipar los miedos que la embargaban, pero después de un
rato de intranquilidad, se decidió hablar con las dos únicas personas que
podían ayudarla a superar las dudas.
Sacó el teléfono del bolso y buscó en el
menú un contacto en el que se leía ABUELA y pulsó la tecla de llamada. Recordó
que era una mujer muy inteligente y que, a pesar de la distancia y de que jamás
se habían conocido en persona, siempre había estado presente en su vida. Unas
veces, las más, a través de llamadas de teléfono y, desde que tuvieron
internet, por medio de la webcam.
Después de los saludos iniciales y las
consiguientes preguntas sobre la familia, expuso a su abuela el motivo de la
llamada y le formuló la pregunta que llevaba rondando por su cabeza toda la
mañana.
—Te parecerá raro abuela, pero me gustaría
que me dijeras cómo te sentiste cuando te marchaste de La Coruña. Aquel día
cuando te subiste a un barco que te llevaba lejos de tu tierra, sola y sin
saber que encontrarías al llegar a Cuba.
—¿Estás preocupada mi guapiña?
—No, es solo que nunca reflexioné sobre
ello y ahora me ha venido a la mente. ¿Te acuerdas de aquel momento?
—¡Cuántos recuerdos! Era muy joven. La
guerra y mi militancia socialista fueron las que me obligaron a tomar la
decisión. —La anciana hizo una pausa intentando poner un poco de orden en su
desgastada memoria—. Verás, hija. Vi a mi madre llorar en el muelle. Mi corazón
me decía que sería nuestro último abrazo y creo que aquel día comenzó el duelo de
la una por la otra. Nunca más volví a verla. Mi padre era un hombre serio y
poco dado a las muestras de cariño. A pesar de ello, aquel día sus ojos tampoco
pudieron esconder el dolor. Cuando el buque zarpó, alejándose, miré al
horizonte, al contorno de aquellas costas que iba perdiendo y, al igual que me
pasó con mi madre, presentí que sería la última vez que volvería a pisar
aquellos lugares por donde había transcurrido toda mi vida hasta entonces y, comprendí que debía empezar a atesorar los recuerdos. Hija, la nostalgia perdura. Si cierro
los ojos viene hasta mí el sabor de la queimada, el aroma del heno fresco, el verde de
los montes, el olor de un mar, que siendo el mismo sabe distinto y, en mis
sueños, resuenan el son de las gaitas como ecos del llanto de mi tierra. Son
sensaciones que no se pierden cuando las raíces son profundas y permanecen dentro, añorando lo que se deja atrás. Pero son recuerdos dulces después de todo.
María José dio las gracias a su abuela
prometiéndole llamarla más a menudo e ir a visitarla en cuanto tuviera
algo de dinero.
Después de la conversación reconoció
algunos de los sentimientos desgranados por la anciana. Algo más sosegada, llamó a su madre, quería oírla a ella también. Cubana de nacimiento, al igual que su madre, había tenido que volar lejos de su casa.
Después de tranquilizarla diciéndole que
no había ningún problema, María José le contó la conversación con la yaya y
como se sentía. Le rogó que le hablara de su experiencia, porque las dudas
comenzaban a asaltarla.
—¿Por qué no me hablaste de esto antes, mi
niña? Si estabas preocupada tendrías que habérmelo dicho.
—No pasa nada mami, de verdad. Solo es un
poco de morriña anticipada —le contestó con una sonrisa en la voz—. Dime mamá,
¿qué sentiste tú al emigrar a España?
—A ver, hija. Sé que pasa por tu cabeza. Verás cariño, mi madre me habló tanto de su hermosa Galicia que cuando no encontré posibilidades de trabajar en mi Cuba natal, decidí
probar suerte en la tierra de tu abuela. Así que un día, hace muchos años y más o menos con la edad que tienes ahora, cogí la maleta y me vine
en busca de fortuna. Es cierto que no me ha ido mal. Conocí a tu padre y te
tengo a ti, que sois lo mejor que me ha pasado nunca, pero eso no
significa que haya gozado de la felicidad completa. He sentido añoranza de mi
tierra y mis raíces. Galicia solo es una parte y la Habana es la otra. Es la
parte que recuerdo con tristeza porque allí pasé la mayor parte de mi vida.
—En la voz se notaba que la madre de María José estaba emocionada—. Hija,
cuando tomé un barco con destino a España y abracé a mi madre en el
muelle para despedirme, recordé a la suya. No dijo mucho, pero se vio retratada en mí. El
dolor, a pesar de que lo disimule cuando hablamos por teléfono, sé que es
grande, tan grande como los kilómetros que nos separan. Aquella mañana, por
primera vez, vi lágrimas en los ojos de mi padre, un hombre de carácter firme.
Esa falta de pudor, llorando como un niño, ante la gente que se agolpaba alrededor, despidiendo a los suyos, casi consiguió que renunciara a venir. Cuando el barco se alejaba
y miré hacia atrás, supe que debía retener todas las imágenes, sonidos
y sabores que dejaba atrás para llevármelos conmigo. ¡Mi Habana! Aún
percibo la alegría de sus calles, el ruido de las olas golpeando incesantes contra el malecón, los sones y sonidos que perduran en mi memoria y que me
asaltan cuando duermo y el aroma de la tierra que adoro. Un día volveré a recuperar
todas esas sensaciones porque no sé si añorar es bueno o malo, pero mantiene
viva la esperanza.
Después de despedirse y asegurarle que llamaría
a casa en cuanto llegara a su destino, María
José se acercó al mostrador de embarque y presentó el billete. Depositó el
equipaje en la cinta de facturación.
—Buenos días. Puerta de embarque número
dos. El avión a Sídney saldrá a la hora prevista, no tenemos retrasos. —La
azafata sonrió —. ¿Vas por vacaciones?, es una ciudad muy bonita —le comentó al
entregarle la tarjeta de embarque.
—No, tengo una beca de investigación en un
laboratorio de allí. Tal vez después pueda quedarme a trabajar.
En aquellos momentos se sintió más cerca
que nunca de las dos mujeres más importantes de su vida y pensó que las
historias acababan repitiéndose, aunque las causas que las provocaban no
fuesen las mismas.
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