Verdad oculta.
Capilla Sixtina - Miguel Angel. |
Nunca tuve claro desde cuando poseía aquel don, aunque sí
recuerdo la primera vez que lo sentí. Fue en las Navidades de mi tercer año de
vida. Mi madre me había llevado a Domino’s, el Centro Comercial, para
entregar mi carta a Santa Claus. Cuando me tocó el turno y me senté en su
regazo, supe sin que nadie me lo dijera que a Santa no le gustaban los niños de
la misma manera que a mi padre u otro adulto. Aún perdura aquella
sensación desagradable y a partir de entonces procuré evitar
encontrarme cerca de ellos.
Unos años más tarde descubrí la facultad con la que la
naturaleza me había dotado: Podía leer la mente de las personas y separar las
mentiras de las verdades y, para conseguirlo no necesitaba ningún tipo de
estrambótico ritual. Sucedía cuando cogía las dos manos de
cualquiera a la que deseara sonsacar.
Nunca hablé de esta circunstancia con nadie, ni siquiera con
mis padres. Al principio, siendo un niño, porque pensé que era algo natural y que todos lo tenían. Debido a mi error aprendí a decir la verdad en todo
momento. Más tarde, cuando deduje que podía ser el único que poseía el don, me
dio miedo aparecer como un bicho raro y también guardé silencio. Con los años aprendí como sacar partido de ello,
aunque siempre de manera comedida, para no llamar la atención
El extra que traía de serie (como yo lo llamaba) me permitió
terminar mis estudios de periodismo con algo menos de esfuerzo que al resto y
conseguir un trabajo como reportero en la Voz, un diario de tirada nacional.
Poco a poco fui sobresaliendo
en reportajes de investigación. Parecía, en palabras del director, que era el
único inteligente en todo el periódico, capaz sonsacar la verdad a personajes
de los bajos fondos, políticos corruptos o empresarios con dinero en paraísos
fiscales. De esta manera me gané fama y algo de fortuna.
Me había casado hacía diez años con una preciosidad que
conocí en la Facultad. Tampoco le confesé mi pequeño secreto, por
miedo a que no lo entendiera, pero a cambio me prometí que nunca lo utilizaría
con la familia. Di el sí quiero en nuestra boda a la manera tradicional, sin
contar con ningún apoyo quimérico, solo el estar perdidamente enamorado de
Clara y aceptar su palabra de que ella también me amaba.
Nuestra vida había sido fácil y tranquila. Mi mujer trabajaba en una revista dedicada al mundo de la moda y compaginábamos los deberes profesionales con el cuidado de Gerard, nuestro pequeño de tres años. Le observaba a menudo, esperando ver si mi “regalo” podía heredarse o, sencillamente, yo era otro eslabón perdido en la cadena evolutiva. Tenía sentimientos encontrados ante la idea de que mi hijo poseyera la misma destreza que yo. Pensaba que podía ser peligroso si no se le educaba de la manera correcta.
Aunque mi hijo no mostraba síntomas, previniendo que pudiera
poseer el don, me convertí en alguien muy exigente con su conducta,
considerando que debía ser recta. Esta era la única cuestión en la que Clara y
yo estábamos en desacuerdo. Ella protestaba porque no le
dejaba equivocarse como todos los niños. De todas maneras, hacía
un tiempo nuestra vida en común iba dejando un rastro de inseguridad en mí.
Tenía la impresión de que los sentimientos de mi mujer habían cambiado. Algo me
decía que mi matrimonio hacía aguas.
Caminando hacia la luz - obra de Juan José Blanco Lozano. |
Una sensación
de ahogo me invadió y tuve que marcharme. No quería cometer ninguna estupidez.
En mi despacho me dediqué todo el día a dar vueltas al
asunto sin encontrar una respuesta evidente. Cuando llegué a casa por
la tarde ya había tomado la decisión de utilizar mi poder para averiguar la
verdad sobre la relación de mi mujer con su jefe.
Clara estaba en la cocina terminando de preparar la cena. Vi
como metía las alitas de pollo en la freidora y resoplé. A mí no me gustaban
mucho, pero a Gerard le encantaban.
—Hola cariño, ¿qué tal el día? ¿Mucho trabajo? —sonreí
mientras extendía las manos para recibirla. Solo necesitaría un par de segundos
para saber a que me enfrentaba y conocer la verdad.
—Bien —dijo mientras recorría el trecho que nos separaba.
En un instante me di cuenta de lo que estaba a
punto de hacer. Dejé caer los brazos y le di la espalda, caminando hasta el
fregadero.
—Perdona, estuve cambiando los filtros al coche y he notado
que aún llevo olor a gasolina —mentí, por primera vez, mientras metía las
manos bajo grifo abierto del fregadero—. ¿Le queda mucho a la cena? ¡Estoy
hambriento!
Me había sentido como un violador y comprendí que no debía
jugar a ser Dios. No quise saber los secretos de Clara y comprometer todo mi
mundo, que podría acabar derrumbándose como un castillo de naipes. Porque, si
ocurría, ningún don sobrenatural podría arreglarlo después. De momento solo me
quedaba esperar.
—No, estoy terminando ya. Pon la mesa —me contestó ella sonriendo, al tiempo que me dejaba un beso en la mejilla.
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