Recuerdos
El escritorio se apoyaba en la pared debajo de un
ventanal; la persiana levantada permitía ver el declive de la tarde. A cada
lado de la mesa, contra el muro, se apoyaban estanterías repleta de libros apilados
sin ningún orden concreto. Los volúmenes, la mayoría de ellos adquiridos en
tiendas de segunda o tercera mano, tenían el aspecto de haber sido leídos y
releídos muchas veces. Casi todos padecían algún tipo de herida: tapas
cuarteadas, trozos de celo sujetando los lomos, páginas sueltas que asomaban a
medias o cantos deteriorados y doblados por el uso. Eran hermosos aún en su
vejez y sus moradas de madera dispensaban una especie de lugar de reposo para
aquellos tomos ya ajados. Se notaba que la propietaria de aquella biblioteca
pasaba muchas horas en su compañía.
Sobre el escritorio, la luz dejaba al descubierto un par de fotos
enmarcadas. En una de ellas se veía una pareja de adolescentes delante de una
puerta, sonreían a la cámara. La otra era el retrato solo del joven algo más
mayor, unos veintitantos años, con el pelo un poco alborotado. En su mirada se
apreciaba la alegría y las ganas de vivir de la juventud. En el centro de la
mesa, un bolígrafo y unas hojas en blanco esperaban pacientes.
El rostro de una joven entro dentro del círculo
iluminado. La melena larga sobre la cara apenas dejaba ver nada más que una
nariz recta. Sujetó el bolígrafo y en aquel pliego
comenzaron a aparecer letras, palabras, oraciones. Un torrente de sentimientos
se abría paso en aquellas inmaculadas páginas. Escribía una carta.
Querido Pedro:
Aquí estoy de nuevo contigo
como cada noche desde que nos separamos. Te echo de menos, y hoy especialmente,
ya sabes que es mi cumpleaños y el aniversario del día que te declaraste
por primera vez. ¿Recuerdas? Ambos éramos tan jóvenes. Cumplía 13 años y eran
las últimas horas que pasaríamos juntos aquel verano. Esa tarde te marchabas a
estudiar a Madrid.
Si cierro los ojos
puedo ver cada momento de aquel día. No fue especialmente caluroso, amaneció
con una capa de nubes bajas que pasaron del blanco níveo al gris marengo. Nubes
que se veían cargadas y orondas con el aspecto que le dan los niños cuando las
dibujan sobre el papel.
Nos conocíamos desde siempre
y habíamos jugado juntos desde que éramos unos críos. Aquella tarde me llevaste
por un sendero que serpenteaba en mitad del bosque y terminaba en un claro. Te noté algo nervioso, distinto. Más tarde
descubrí el motivo.
En ese pequeño rincón se
encontraba el tocón de un árbol, acababas de descubrirlo y querías mostrármelo.
Allí, en el centro de aquel lugar, rodeados
de pinos como únicos testigos, cogiste mi mano y me dijiste muy serio que
querías que fuese tu novia. Querías mi promesa de que iba a esperarte hasta las
vacaciones de Navidad y cuando fuésemos mayores me pedirías que me
casara contigo. Te miré, sonreí y asentí porque supe, sin la menor duda, que
cumplirías tu promesa. Sellamos nuestro compromiso con un inocente beso.
Sacaste una pequeña navaja
del bolsillo que te había regalado tu abuelo y con esmero grabaste nuestras
iniciales en el tronco. Al terminar comenzaron a caer las primeras gotas.
Llegamos a casa corriendo y empapados. Ese día el rapapolvo de mi madre ni
siquiera me mereció un comentario porque estaba feliz.
Te marchaste a Madrid a
estudiar y fui sabiendo de tus aspiraciones, de tus metas, de tus logros, pero sobre todo de tus sentimientos hacia mí que
iban creciendo día a día. Al igual que los míos.
Mi corazón palpitaba con
rapidez cada vez que alguien pronunciaba tu nombre. Con tus visitas, tus
llamadas o tus cartas fuiste poniendo color a mi vida, diste sentido a las
canciones de amor. Arropada por tu cariño no noté los largos inviernos que
estabas ausente. En aquel momento no sabía expresarte lo que significabas para
mí, intentando sin conseguirlo dibujarte mis sentimiento.
¿Cómo describirte un beso?, ¿cómo pintar una caricia? o
¿cómo poner en palabras lo que ocurría a mi corazón cuando estabas cerca?
Ahora lo sé. Tus caricias se
parecían al roce de la brisa marina en los atardeceres de verano. Tus besos
sabían al dulce aroma del humo saliendo de las chimeneas en los días fríos de
invierno, a fresca agua de manantial cuando la sed apremiaba, al sabor del vino
añejo criado en barricas de roble. Recuerdo que cuando me mirabas mi cara se
teñía con el rubor de una adolescente ante su primer amor.
Veía
en ti la ternura que ahora observo en la mirada de un padre cuando el hijo se
aferra a su mano. Me ahogaba en el profundo mar que eran tus ojos. Supiste
encontrar en mi lo que nadie vio. Contigo me sentía hermosa, inteligente,
divertida. Me acompañaste en el camino de la adolescencia y juntos dejamos de
ser niños y comenzamos a sentir como adultos.
Lanzo estas palabras al aire y te cuento ahora, todo lo
que no tuve oportunidad de decirte, a sabiendas que no encontrarán respuesta,
porque una mañana, en un instante, decidieron nuestro futuro. Nuestra vida
quedó enterrada entre un montón de amasijos de hierro un 11 de marzo cuando,
cumpliendo la promesa que me hiciste, venías a buscarme.
Ha pasado tiempo y aún revivo
el dolor, el duelo, los pésames. Recuerdo de nuevo la cara de tus padres con la
mirada de asombro, como si aquella historia no fuese con ellos y en cualquier
momento te verían aparecer. Yo sabía que nunca más volverías y eso hacía que mi
dolor fuese más real, más intenso, sin posibilidad de esconderlo o disfrazarlo
para no sufrir.
Cariño, todavía no he
encontrado la manera de superar el dolor y la pena. Aún sigo lanzando mis
preces al universo a la espera que encuentren la estrella que te cobija y
recibas “mi te quiero”. Sigo escribiéndote cartas cada noche que deposito cada
mañana en nuestro rincón del bosque, donde te siento más cerca. Sé que en alguna parte me
estás mirando y me llevas de la mano, enseñándome qué hacer con mi día a día,
intentando que aprenda de nuevo a caminar sin ti.
Mi vida, te dejo aquí los mil
y un besos que nos robaron y nunca nos fueron devueltos.
La muchacha dejó el bolígrafo sobre la mesa y
apagó la lámpara.
El
cielo estaba raso y no había ni una nube que entorpeciera la visión de los
millones de estrellas que resplandecían en lo alto. La salida de una enorme luna
llena, reina de aquel universo silencioso, vino en ayuda de las tinieblas que
se apoderaban de la habitación consiguiendo disipar algunas sombras. Uno de sus
rayos entró por la abertura e incidió sobre la carta. Desde la oscuridad caían
gotas, enormes y dispersas que se estampaban contra el papel formando manchas
asimétricas y emborronando algunas palabras.
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