La cita.
Angustia - Marila Tarabay |
El día ha amanecido con un sol radiante que pone un poco de calor a la mañana invernal. Hoy es
el día de mi cita.
“Debería llegar puntual o, tal vez, podría no acudir”, pienso mientras dejo pasar los minutos dando vueltas por la
casa. No puedo desayunar, mi estómago se ha convertido en un montacargas que
sube y baja al ritmo de los latidos
del corazón. Estoy a un paso de una
taquicardia.
Ya en el cuarto de baño, el
espejo me devuelve una imagen pálida. Intento borrarla y me arreglo despacio; me pinto con esmero. Con
la barra de labios en la mano medito un momento si ponerme o no carmín. Sé que
no me va a durar mucho, pero me siento más segura con él, así que lo aplico
cuidadosamente.
Miro la hora y salgo corriendo,
casi no queda tiempo. En el recibidor cojo el bolso al vuelo y cierro de un
portazo. Por la esquina veo asomar un taxi y lo paro. Durante el trayecto una
sensación de ahogo me oprime el pecho y a medida que me voy acercando siento el
pulso en la sien rápido y punzante. “Por favor que no me dé una jaqueca”
imploro, pensando en la situación terrible que crearía si ocurriese; tendría
que anular la cita.
Al llegar a mi destino solo me
paro un instante ante el imponente rascacielos que tengo delante. Dudo
antes de entrar, después me armo de valor y me dirijo a las escaleras, dos
pisos nos separan. Subo los peldaños deprisa, sé que si me quedo a esperar el
ascensor huiría de allí, de él.
La puerta está cerrada y toco el
timbre sin pensar, intentando recomponerme. Oigo pasos que se acercan, me abre
y aparece ante mí: alto, con un toque plateado en las sienes y unos ojos azules
que me miran sonriendo. Me dejo atrapar por ellos, una vez más. Su mirada
serena me tranquiliza.
Nueva York - Ernest Descals |
—Hola, ¿ya estás aquí? ¡Qué puntual! —me dice agarrándome del brazo y depositando un suave beso en la
mejilla—. Pasa y acomódate, enseguida estoy contigo.
Otra vez la maldita inquietud, ni
siquiera puedo mantener su mirada y entorno los párpados, fijándome en el
elegante suelo de parqué del recibidor.
—Cristóbal, si estás ocupado
puedo volver a otra hora— le digo esperanzada.
—No, solo son unos
segundos que estoy atendiendo una llamada. Anda, no seas tonta, entra; ya sabes
donde dejar todo. —dice
cerrando la puerta tras de mí.
Entro en la sala, mis manos
tiemblan al dejar el bolso y el chaquetón sobre un sillón. Doy unos paseos por
el lugar sintiéndome como un león enjaulado y me acerco a la ventana de cristales
tintados. “Nadie nos verá desde el edificio de enfrente”, reflexiono esperando
que Cristóbal aparezca. Miro el sillón y después de pensarlo un instante me
tumbo con los ojos cerrados. Me pierdo en tareas pendientes, en películas por
ver, en menús para la semana.
No sé cuánto ha pasado. Abstraída,
no me he dado cuenta de su presencia. Como siempre ha entrado sigiloso,
dejándome tiempo, sin precipitarse. Le oigo trasteando detrás de mí. Ahora
vuelvo a ser consciente de la situación y mi corazón ha comenzado de nuevo a latir desaforado.
Cristobal se aproxima y me sonríe, irradia
luz. Se sienta a mi lado, muy cerca y le obsequio con una de mis mejores
miradas cargadas de súplica.
—Cristóbal,
por favor —le digo en un tono acorde.
—Tranquila, ya sabes que soy cuidadoso.
Acerca su rostro y abro
la boca al tiempo que cierro los ojos.
Siento su aliento juntándose
con la mío, me susurra.
—Ahora, vamos a empastar esa
muela. ¿La endodoncia de la semana pasada te ha molestado? El jueves tengo un partido de golf con tu marido. ¿No te lo ha dicho? Luego hemos quedado para ir a cenar...
Dejo de escuchar y clavo las uñas en el brazo del sillón. El resto será otra historia y una factura enorme.
Comentarios
Publicar un comentario