La portera
Niña bajo la luz del sol - María Simonovich |
Concepción Pérez Rodríguez
era natural de un pequeño pueblo de Toledo llamado Cebolla. Hija de
agricultores con escasos recursos tuvo que emigrar muy joven. Así que con quince años marchó a Madrid y se
colocó en casa de los Marqueses de Sotomayor, gracias a que la cocinera y ella eran del mismo pueblo y la recomendó a los
señores. Allí aprendió el oficio de criada y, además, la triste lección que
le supuso su primer y único desengaño amoroso de la mano del hijo del
carbonero con el que mantuvo un noviazgo. Fue el joven quien le puso fin al
mismo cuando le echó el ojo a la sirvienta de los condes de Vinuesa, sin duda
mejor partido.
Espabilada como era y para
olvidar al muchacho que le partió el corazón, decidió cambiar de aires y después
de un tiempo, encontró un nuevo empleo
en una portería de la calle Serrano con derecho a vivienda. Con veinte años y
toda una vida por delante se despidió en casa de los marqueses y se trasladó
con sus pocas pertenencias a su nuevo hogar.
Concha, como la conocían
todos, dejó de pensar en novios y otras tonterías y se limitó
a mantener aquellas escaleras como los chorros del oro. A parte de eso, ocupaba el tiempo entre fregados y barridos en sus dos aficiones favoritas: la charla con
las porteras de los edificios colindantes y enterarse de la vida de los inquilinos.
Por mucho cuidado que pusieran, ella siempre conseguía saber todo de todos. En
estos menesteres pasó la mayor parte de su vida, excepto una semana al año que
se marchaba al pueblo a visitar a sus padres, hasta que ellos fallecieron.
Acababa de cumplir sesenta años y Engracia, la portera del treinta y cinco, le
había comentado entre susurros, que
había oído que le estaban buscando una sustituta. Al parecer pensaban darle la
patada no tardando mucho. A Concha no le sentó nada bien.
Por la noche ya acostada
repasó el problema y se dedicó a buscar la solución. Según ella, la cama era el
mejor lugar para encontrarla, allí no había interrupciones ni molestias. Después de darle vueltas cayó en la cuenta de que ella poseía
información sobre cada uno de sus moradores
y era posible que pudiera conseguir dinero de algunos ellos por mantener la
boca cerrada. Maduró el plan a seguir y pensó que tal vez fuese posible siempre
y cuando los implicados se aviniesen a
razones. “Mucho tienen que perder, no se
piensen que me iré de rositas, me deben algo más que la paga”, se dijo. Una
vez resuelto el asunto y sin conmoverse se dedicó a otra cosa. Se puso las gafas y cogió el libro que se
encontraba encima de la mesilla. Durante sus solitarias noches se había aficionado
a las novelas de Corín Tellado, para después soñar con una vida como la de las protagonistas. Antes
ni imaginó que pudiera, pero si todo salía bien, tal vez se cumpliera alguno de
sus deseos.
En los días siguientes cada vez que se cruzaba
con una vecina, Concha hacía recuento de su inversión apuntando todo en una libretilla que celosamente guardaba
dentro del sostén.
—Buenos días, doña Matilde. ¿De compras?
La inquilina pasó por delante sin devolverle el saludo. Concha
la siguió con la mirada hasta que desapareció por la esquina.
“¡Qué aires se gasta
la viuda! parece una señora. Sí, sí…por eso ha pagado, porque lo es. Treinta
mil pesetas, bueno veinticinco mil que tengo que darle cinco a la criada por
enseñarme el dormitorio y los aparatos que usa para sus juegos. Hasta un látigo
tiene y cosas de cuero ¡Jesús, qué gentuza! Qué bien se lo montó la Juana, su
criada, cuando me dijo que subiera a las
once y esperara a que se abriera la puerta antes de presentarme en el rellano del
primero. Allí estaban las dos,
besándose. La cara blanca que se
le puso a doña Matilde cuando di los buenos días.”
Un poco después bajó doña Isabel la del tercero. Una joven de
treinta años y casada con don Manuel que
le doblaba la edad. “Siempre
ha sido muy soberbia y ya es hora de bajarle los humos”, pensó Concha cuando la oyó taconear por el vestíbulo. Cada
día pasaba por delante de la garita sin un gesto, sin una palabra, pero esa
vez fue diferente. Concha salió y la detuvo.
Mujer con pañuelo del pintor Carlos Alonso |
–Buenos días doña Isabel.
¿Cómo se encuentra su marido?
”Esta será la que me pague mi primer viaje fuera de España, a
Paris que dicen que es muy bonito”, se dijo al saludarla.
–Bien. Tengo prisa, no
moleste.
–Doña Isabel, es que tengo
un asunto privado que debo hablar con usted sobre cierto caballero que
acude a su domicilio cuando su marido sale de viaje.
La muchacha palideció y
Concha sonrió con sorna
–Sube mañana a las tres que
estaré sola–. Miró a la portera con odio y salió por
la puerta con aire ausente y la cabeza baja.
–Allí estaré–susurró Concha
abriendo su libreta. Anotó cien mil al lado del nombre de la joven. Después leyó lo que había escrito con
anterioridad —“La esposa infiel del tercero
y con un querido. No tiene donde caerse muerta si su marido se entera. El
amante tampoco puede echarle una mano.”—Levantó la vista y se guardó la
libreta en el sitio de costumbre —Por
cierto, esta tardé me toca hacerle la visita semanal a él. Creo que ella no
sabe que su amante paga a plazos. Aunque esta vez será distinto—. Cogió la
escoba y siguió con sus tareas. No quería que nadie dijera que su portería no
era una de las más limpias del barrio.
A las siete de la tarde
como cada sábado se arregló, se colocó el pañuelo sobre la cabeza y lo anudó bajo
la barbilla, cogió el bolso y salió a la
calle, dirigiéndose presurosa hasta la
iglesia de la Campana donde acudía habitualmente a escuchar la Santa Misa. Ella se consideraba una
buena cristiana con derecho a un sitio junto al creador, cuando llegase el
momento, claro. Entro y esperó un instante a que sus ojos se adaptaran a la
penumbra del templo. Después de remojar los dedos artríticos en la pila del agua bendita y santiguarse, se
acercó al confesionario. No había nadie esperando y se arrodilló en el lateral
oculta por una cortina.
–Ave María purísima —dijo
en un susurro.
–Sin pecado concebida.
¿Otra vez aquí? ¿Ahora qué quieres?–lanzó el cura enfadado.
–Nada padre, lo de todas las
semanas. Ya sabe a qué me refiero.
–Entiendo, ¿cuánto quieres
esta vez?
–La voluntad de Dios y la
del párroco–dijo Concha con sorna —y tenga en cuenta que ambos deben ser
generosos.
–Pasa después por la
sacristía, te tendré el sobre preparado.
—Esta vez, la limosna debe
ser mayor. Será la última. Me paga todo de una vez y le dejaré en paz con su
culpa.
—¿Cuánta penitencia me va a
costar mi pecado? —. El párroco casi gritaba.
–Baje la voz padre, estamos
en una iglesia. —Esperó unos segundos a que el cura se calmara—. Cien mil pesetas,
las otras cien me las dará doña Isabel mañana por la tarde. No creo que deban
enterarse ni el marido de ella ni el obispo de usted de
los asuntillos que se traen entre manos los
dos.
–¡Márchate y deja a la
gente vivir en paz!
–¿No me dará la absolución,
padre?
–¡Así ardas en el infierno!
–Le veré allí conmigo.
Aunque no lo creo en mi caso. Yo solo
cumplo con mi obligación de buena samaritana y usted cumpla con la suya y
déjeme el dinero en la portería antes de final de mes.
Concha hizo balance. Ya solo le restaba hablar con don
Marcelino, marido de doña Augusta. Él también recibía visitas cada vez que su
señora se marcha unos días al pueblo a ver a sus padres. “El ingenuo piensa que porque
traiga a esas pelanduscas de madrugada, nadie se dará cuenta. El desliz le
costará un millón pesetas. Él es un mantenido y no se puede permitir que esto
llegue a oídos de su mujer. Además, doña Augusta es muy rica, pagará.”
El domingo por la mañana muy temprano la portera se sentó en un
banco al lado del kiosco de Pepito. Sabía que cada día don Marcelino compraba
la prensa allí. Esperaría su llegada mientras meditaba sobre sus víctimas que
no le provocaban ninguna pena. “Ellos se lo han buscado, que
hubieran sido buenos cristianos”, se dijo quitándose
una pelusa del abrigo desgastado de paño marrón. Después, tiesa y con actitud
severa se colocó el bolso encima de la falda y con las manos aferradas él, espero
la llegada de su vecino.
Concha no entendía de razones ni motivos. No sabía de
sentimientos ni qué movía al corazón humano a actuar, a veces, de manera
inconsciente y alocada. Ella, aunque sin saberlo, había perdido el suyo a los dieciocho años y
lo había sustituido por un trozo de carbón.
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