Cuento: Un Judío en el califato de Córdoba.


No fue, pero pudo haber sido…



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     Esta historia comienza el 28 de febrero  del año 921, cuando Abderraman III, califa de Al-Andalus, gobernaba con sabiduría su vasto territorio. Fuera de sus fronteras se encontraban los reinos cristianos con los que mantenían una paz más o menos estable, sosteniendo con ellos excelentes lazos comerciales y de vecindad. Córdoba era  la capital de su imperio  y el centro de la cultura y la administración del Califato, además de ser el lugar  de residencia del califa, su familia y toda la corte.
     Por aquel entonces, Abderraman gozaba con la existencia de un hijo llamado Alhaken al que adoraba; un muchacho despierto y voluntarioso que algún día llegaría a ser su sucesor. El príncipe, de apenas diez años, tenía un amigo de sangre judía, Ezra, hijo del doctor Levy médico de palacio. Habían nacido con un día de diferencia y desde ese momento fueron inseparables.
   La mañana del décimo primer cumpleaños del príncipe,  Ezra fue a las habitaciones de  Alhaken a felicitar a su amigo y le vio muy contento y excitado.
     Cuando el ama  salió de los aposentos, le hizo una señal para que le acompañara, quería enseñarle algo,  y corrieron en dirección a las cuadras. Al llegar, Alhaken se detuvo delante de uno de los cubículos, señalando al interior.
     —Mi padre me ha comprado el pura sangre que quería, aquel corcel árabe que vimos en Fez, cuando fui con él en su último viaje. Acaba de llegar a la ciudad y lo han traído directamente a palacio.
     Ezra se acercó y  contempló la bella estampa del caballo: era negro como la noche, con las crines largas y peinadas y  la cola alta y desafiante.  Tenía una estrella blanca en medio de los ojos, donde se encuentra la  jibbah, no era muy alto pero tenía las patas  fuertes y potentes. En sus ojos había inteligencia y se le veía nervioso y temperamental.
     Ezra preguntó al príncipe si ya sabía cómo iba a llamarle. El muchacho contesto que su padre le había dejado a él la decisión de buscarle un nombre. Ambos niños se sentaron en un fardo de paja concentrados.
     —¿Qué tal si le ponemos Mahir? Significa rápido, en hebreo —preguntó Ezra.
     Alhaken pensó un momento y  decidió que era un buen nombre ya que  su caballo sería, sin duda,  el más veloz de la tierra.
    Cuando el príncipe se acercó a darle una manzana, el caballo se asustó y levantó las patas, golpeándole  con sus cascos delanteros en la cabeza.  Alhaken cayó de espaldas y una mancha de sangre comenzó a extenderse  por el suelo.       Ezra asustado corrió al palacio en busca de su padre. El  doctor Levy acudió rápido y llevaron al pequeño príncipe a sus aposentos.  Pese a la determinación y a los cuidados que se le otorgaron,  murió al cabo de una hora. El califa preso del dolor mató al caballo y mandó buscar a Ezra.  Le  culpó de la muerte de su hijo y le condenó a morir. Encerraron  al niño en una mazmorra hasta la ejecución, que se llevaría a cabo después de los funerales por Alhaken. Levy , el gran visir y otros cargos del gobierno  intentaron interceder por él, pero Abderraman  estaba tan dolido por la pérdida que no quiso escucharles.
     El juez Muhammad ben Ahmad amigo del doctor Levy,  consiguió sacar a escondidas al pequeño y enviarlo a tierras cristianas, donde un abad, con el que mantenía relaciones de amistad, le  tomó bajo su  protección. Cada año se recibía una considerable suma de dinero en el monasterio a cambio del bienestar del menor. El prior sustituyó  el nombre del pequeño por el de Abelardo, impidiendo así que algún comerciante judío o árabe pudiera reconocerlo.
     El chico creció rodeado del calor y la sabiduría de sus monjes. Aprendió a leer, a escribir, los fundamentos de las matemáticas y otras materias que hicieron de él un gran  conocedor de la arquitectura y de las grandes obras de ingeniería de todo el mundo conocido.
      Un día, un mensajero apareció en el monasterio reclamando los servicios del constructor. Abderraman III le mandaba llamar para que dirigiese los trabajos de ampliación de la mezquita.  Aunque los monjes le instaron a que se negase, ya que era peligroso,  Abelardo hizo caso omiso y decidió acudir a la llamada del Califa.
      Le encomendaron la tarea de construir el Alminar, la torre de llamada a la oración. Durante el tiempo que duró la obra, alrededor de 10 años, Abelardo en secreto,  estuvo en contacto con sus padres y  con el resto de la familia, pudiendo disfrutar de su compañía y recuperando el tiempo que habían estado separados.
     Una noche, cuando estaban a punto de acabar las obras, Abelardo entro en la torre sin ser viso, y  en unos de los frisos que adornaban su interior, colocó un adobe con una cruz tallada y una inscripción que rezaba: «A la memoria de mi amigo Alhaken.» Lo alojó en un lugar tan escondido  que  aún nadie ha podido encontrarlo. Ezra jamás olvidó a su compañero de juegos, y erigiendo el Alminar quiso ofrecerle su homenaje secreto y póstumo.
    Al terminar el trabajo, todos pudieron comprobar  que la torre era magnífica  y  difícil de igualar, dándole  un esplendor nuevo a la mezquita. El Califa,  en agradecimiento a su gran labor,  le nombro constructor real y le encargó  el diseño y la dirección de las obras de otra ciudad,  que se levantaría a ocho kilómetros de Córdoba, Medinat al-Zahra.
     Abderraman III, el gran califa de Al-Andalus,  jamás supo que se encontraba ante aquel niño que condenó a muerte. Por el contrario, Ezra sí entendió al califa y perdonó el dolor de un padre.




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